19.

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Me mantengo firme, mirándolo de la manera más fría e indiferente que puedo.

Debo recordarme, o más bien, convencerme, de que ya no siento nada por él.

Lucho por soltarme, pero él no me deja.

—¿Cómo? —da un paso, retrocedo uno—. Nunca mencionaste...

—Tampoco lo sabía —respondo brusca, cortándolo—. Mi madre jamás me contó lo de su familia rica.

Me mira, como si tratara de convencerse de que soy real. Que todo esto en verdad está sucediendo.

—No supe nada de ti —se acerca más, hasta que su cara queda a centímetros de la mía—. Nunca respondiste mis cartas.

Suelto una risa amarga.

—De verdad que no tienes vergüenza —escupo con odio, sintiendo cómo comienzo a temblar. Consigo soltarme. Pero no me alejo, porque surge el impulso de soltarle un par de cosas—. No volviste a escribirme, todos los días iba a tu departamento para tener noticias de ti, pero jamás llegó nada. Te mandé una carta, pero jamás respondiste. ¡Sólo me abandonaste! ¡Me usaste! ¡Y te aprovechaste de mí! Ah, y al parecer ni siquiera tenías tiempo de preocuparte por lo que pudiera estar sucediendo conmigo, porque escuché que estabas divirtiéndote de lo lindo con una actriz allá en Kent.

Frunce el ceño.

—Jamás recibí ninguna carta tuya —dice desesperado—. ¿Y por qué iba a dejarte? ¡Te di mi palabra! ¡Íbamos a casarnos, te lo había prometido! —respira con furia—. Te dije que volvería, y nos casaríamos de inmediato.

—Yo ya no creo nada que venga de ti —mascullo—. Y ya no importa de todos modos, porque voy a casarme.

Las palabras permanecen flotando en el aire, resonando como ecos en la oscuridad de la noche. La luz de la luna ilumina el desconcierto en su mirada, el dolor amargo de la traición.

—¿Vas a casarte? —reprocha con amargura—. ¿Por eso te fuiste? ¿Para buscarte a otro hombre rico?

Lo empujo furiosa, con la ira bombeando desde lo más profundo de mi pecho. Noto que se me llenan los ojos de lágrimas, lágrimas de impotencia.

—Ni siquiera te atrevas a juzgarme —la voz me falla, saliendo en forma de chillido incoherente casi al final—. Porque las decisiones que he tomado, han sido para bien mío y de mi madre —trago—. He perdido mucho más de lo que crees por culpa tuya y de tu familia.

Se le tensa la mandíbula, no parece tener muchas ganas de quedarse callado.

—Yo también he perdido mucho —traga—. Perdí lo que tenía contigo.

Niego con la cabeza.

—Tú y yo, ya no existe —lo encaro—. Tú y yo no somos más que dos personas con un pasado compartido, que no debió haber tenido lugar. Somos dos perfectos desconocidos, que no tienen nada que ver ahora. Sin ningún futuro por delante —me acerco, se traga su decepción—. Eso es lo que éramos al principio, lo que hoy volvemos a ser, y lo que nunca debimos haber dejado de ser. Olvídate de mí, porque no hay ni habrá un nosotros —trago—. Ya no.

El dolor en sus ojos consigue traspasar la barrera que he construido para protegerme de él. Y consigue transferírseme.

Me quiebra verlo así. Pero sé que debo mantenerme firme.

—¿Vas a casarte? —repite con frialdad, pero también dolido.

Asiento con la cabeza.

Respira abrumado, de forma pesada. Se pasa la mano por la cara, me mira.

Perfectos desconocidos Donde viven las historias. Descúbrelo ahora