40.

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Austin

Entro a la casa, cerrando con un fuerte portazo. Como si así pudiera descargar de alguna manera toda la rabia que me recorre por dentro.

Noto la mirada consternada de las personas de servicio que se pasean por el recibidor, pero no me interesa. Avanzo apresurado dando zancadas largas, y subo las escaleras a toda prisa.

Cruzo el pasillo y me encierro en el despacho.

Suelto el aire que tengo contenido en los pulmones en una agresiva exhalación que bien podría resultar más como un bufido, y me cubro la cara con las manos.

¿Qué estoy haciendo?

En verdad que soy un jodido desastre.

Llevo tanto tiempo sin verla... demasiados días, y en verdad que la echo mucho de menos. Sólo quiero recuperarla, tenerla conmigo. Pero sólo estoy echándolo todo a perder.

Todo por no saber exactamente cómo actuar. Por dejar que el orgullo y la manera en que me he comportado por años me dominen. Por permitir que sean mucho más grandes que yo. Y, con ello, dejar que ella se aleje de mí cada vez más.

Suspiro, y aunque el orgullo no quiere permitírmelo, mis pies me llevan de prisa a la venta. Corro la cortina y miro hacia abajo, donde aparece la imagen de ella subiendo al carruaje. Pongo una mano sobre el cristal, con las palabras que quieren pedirle que no se vaya atoradas en la garganta.

Nada me sale de la boca, incluso se me forma un nudo en la garganta, imposibilitándome aún más el habla. Termino cerrando el puño sobre la fría superficie en respuesta a la frustración, mientras la amargura de las emociones reprimidas me recorre la garganta.

Veo el carruaje avanzar, y con ello una parte de mi corazón termina yéndose con el.

Cierro la cortina con frustración, tomo la licorera y me lleno el vaso. Bebo, y suelto el aire por la boca.

Lo reitero, soy un desastre, un verdadero y jodido desastre que parece que todo lo que toca lo destruye. Que todo lo bueno que tiene en su vida lo aniquila, como si inconscientemente no quisiera ser feliz.

Y quizá sea un error. Pero, el alcohol al menos consigue inhibirme lo suficiente para vencer a mi cabeza dura y a las barreras que me he dispuesto a construir, porque por fin puedo conseguir admitir una verdad que jamás admitiría en voz alta. Que tengo miedo.

Tengo miedo, mucho. Es como si se tratara de un niño pequeño e indefenso, y odio la sensación de vulnerabilidad que deja. La detesto, más que nada en el mundo, porque me hace perder la autonomía sobre mí mismo. Porque destruye las barreras que me hacían sentir seguro y a salvo.

Pero es la verdad, tengo miedo.

Miedo a enfrentarme a la verdad, a no poder lidiar con todo lo que tengo dentro. Miedo de lidiar con lo que Brie está padeciendo y no poder hacerlo bien. Terminar echándolo a perder y que ella me deteste por no ser capaz de hacerla sentir mejor. Que se dé cuenta de que no necesita a alguien como yo a su lado. Alguien que no es capaz de ayudarla con las cosas que la atormentan por dentro.

Es miedo.

Porque temo que lo nuestro se haya desmoronado hasta el punto de no poder regenerarse de nuevo. Sólo quiero que ella esté bien. Sólo quisiera que hiciéramos una tregua, porque no soporto seguir viviendo de esta manera, no con la persona que más amo.

Me detesto tanto porque estemos atascados en esto, de no ser capaz de entender qué es lo que siente, qué cruza por su cabeza... cuáles son las cosas que la atormentan.

Sé que he sido egoísta, siempre he sido así. Sólo me enfrasco en mi propio dolor y me olvido de cualquiera que está alrededor de mí. Dejé de verla y de darle importancia al hecho de que ella también estaba sufriendo.

Perfectos desconocidos Donde viven las historias. Descúbrelo ahora