12. La tumba

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[2046]

Cuarenta y nueve, cincuenta, cincuenta y uno.

La luz de la luna se colaba por la persiana rota que Nick ya había prometido arreglar cuando tuviera un rato libre.

Cincuenta y tres, cincuenta y cuatro, cincuenta y cinco.

La muchacha se quitó las sábanas de encima para ir adecuándose a la temperatura del ambiente y para ir espabilando, de paso. La noche anterior había estado tan a gusto envuelta en la calidez de la tela que se había quedado dormida y había salido una hora tarde de lo habitual.

Cincuenta y siete, cincuenta y ocho, cincuenta y nueve... sesenta.

Eran las tres de la mañana. Era hora de levantarse.

Emily se incorporó en su cama con mucho sigilo, habiéndose acostumbrado su vista a la oscuridad de la noche. En la casa no se oía ni un solo sonido, y eso no hacía su labor más sencilla. El viejo piso de madera chillaba y crujía con cada paso que daba, así que se podía considerar un bono añadido el hecho de que Nick no tuviera el sueño ligero. Era algo muy curioso de ver para la niña: por más alerta que el doctor estuviera todo el tiempo, a veces solo parecía que alguien oprimía un interruptor dentro de él que lo dejaba fuera de servicio. Pobre Nick. Siempre estaba tan cansado.

Después de una rápida evaluación, la azabache eligió no ponerse los zapatos para no tener que hacer más ruido del necesario al caminar. Cruzó el cuartito, abrió la puerta apoyándose un poco en ella para que no chirriase, y se adentró sin vacilación en el pasillo hecho de sombras que la llevaría a la sala.

Las sombras no le asustaban. Estaba tan familiarizada con ellas que incluso le agradaban mucho, a menudo solía esperar a la noche para encender una linterna y formar siluetas con sus manos en la pared. Pero no tenía tiempo para eso.

Date prisa o llegarás tarde.

Emily asintió con la cabeza mientras atravesaba a paso apresurado el viejo polvoriento pasillo. Pensaba para sus adentros en que se alegraba de que su amigo todavía la apoyara con tanta disposición para realizar sus viajes nocturnos y se preguntaba si acaso eso llegaría a cambiar alguna vez.

Ya que conocía cada centímetro de esa vieja casa como a la palma de su mano, no necesitó de luz para llegar al recibidor. Pasando junto al sofá, incluso llegó a vislumbrar la figura de un desgastado abrigo de Nick que él debía haber olvidado ahí. Eso la llevó a recordar que a él no le gustaba que saliera desabrigada cuando el clima era demasiado templado, como todo buen padre vivía preocupado por su salud.

Bueno, a Nick tampoco le gusta que salgas de la casa, ¿qué más da?

—Lo sé —susurró Em.

Sin embargo, estiró el brazo para tomar el abrigo de Nick antes de salir y se lo echó sobre los hombros cual si se tratara de una capa ondulante. Pensó en que extrañaba la época en la que el amigo de su oreja aceptaba a Nick y confiaba en él. Desde el momento en que se había enterado de que el doctor no tenía otra meta que eliminarlo para siempre, había iniciado entre los dos una guerra tácita en medio de la que ella misma, Emily, se había quedado.

Una vez fuera de la casa, después de haber cerrado la puerta detrás de su espalda con mucho cuidado, Emily Rosie sintió el viento en la cara haciendo su cabello suelto hacia atrás, un saludo cariñoso de la naturaleza que podía equivaler al dulce lengüetazo de un perro. Era una noche fresca y agradable, la luna brillaba en lo alto formando un bonito cuarto creciente que a la azabache siempre le había parecido divertido.

Sin más preámbulo, la niña dio la vuelta a la casa hasta darle el encuentro a su bicicleta y se trepó en ella de un solo salto para emprender el camino hacia su destino. Le gustaba imaginar que esa bicicleta era un caballo.

Emily Rosie © [RESIDENTES #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora