7. Mudanza

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[2044]

La mañana del martes de esa semana, un auto brillante de color negro se estacionó en la entrada principal del Mercy Grace. No había llegado con prisa, pero sí con una determinación que no era insólita estando en el lugar en que estaba.

Las puertas del vehículo tardaron solo unos segundos de más en abrirse, dejando al descubierto a sus dos únicos ocupantes, que habían permanecido callados en asientos de piloto y copiloto durante todo el trayecto.

El primero en bajar fue un hombre vistiendo pantalones negros informales y un suéter de color verde amostazado. Tenía los lentes negros en posición de reposo colgando del cuello de su suéter y en cuanto bajó del auto lo primero que hizo fue echarle una mirada de pies a cabeza al edificio. No olvidaba que estaba a punto de dejar en su interior al tesoro más importante y valioso que poseía e iba a poseer jamás, por lo que la desconfianza inherente que lo invadía no lo tomó por sorpresa.

La segunda en abrir la puerta y poner los pies en territorio desconocido, obediente y laboriosa como de costumbre, fue una niña pequeña que vestía una camiseta rosa y una falda tableada color lila parco, con medias blancas y zapatos negros de charol. Sostenía entre los brazos su pequeña mochila de peluche y miraba con discreto y educado horror el edificio que se levantaba frente a ella. Sabía lo que iba a pasar. Sabía que estaba ahí para quedarse, pero por más que lo había intentado para hacer feliz a su padre, no había conseguido hacer las paces con la idea. Lo único en lo que podía pensar, además de tratar de ignorar el zumbido incesante de su oreja y el temblor de sus rodillas, era en asegurarse de que nadie notara lo temerosa y mortificada que se encontraba. Había aprendido que había cosas que no eran propias de una niña buena.

Después de haber cerrado las puertas del auto, Fred Deluca caminó hacia su pequeña y tomó su mano, recibiendo como respuesta un apretón caluroso. Ambos, esperando el siguiente paso de su travesía, se quedaron de pie, uno junto al otro, durante un momento que Emily hubiera deseado que durara para siempre.

Fue Nick Rogers quien salió a recibirlos al cabo de poco, pidiendo a dos enfermeros que llevaran al interior el equipaje de la niña mientras él introducía a padre e hija a lo que iba a ser el proceso de internamiento, cosa que implicó un recorrido por los ambientes públicos del hospital y presentaciones con diferentes profesionales que iban a tener trato con la paciente, además de una explicación detallada de sus respectivas funciones.

Todo aquello, aunque sin quitarle la espina en el corazón que significaba para él separarse de su única hija, tenía sentido y complacía los estándares de Fred Deluca, pero para Emily Rosie, una niña de once años que solo buscaba obedecer y complacer al padre al que amaba, el pánico se sentía como una bufanda en torno a su cuello que no hacía más que ajustarse más y más con cada paso que daba. En ningún momento soltó la mano de Fred. En ningún momento pudo reflejar una pizca de calma o comodidad. El recorrido terminó sin darle un respiro a su pequeño corazón inquieto y su amigo, cómodamente situado en su oreja como siempre había estado, no paraba de zumbar como animal en posición de alerta.

Sin poder alargar más lo inevitable, la despedida tuvo que darse en el interior del hospital, en el cuarto que en adelante le pertenecería a la niña. No fue un trámite corto ni sencillo. Se dieron muchos abrazos y se derramaron lágrimas en frente de Rogers, cuyo nudo en la garganta era cada vez más rígido. Al final, queriendo cortar el dolor de raíz para su hija y para sí mismo, Frederick se obligó a marcharse después de haberle prometido a Emily una y mil veces que iría a visitarla más seguido de lo que ella creía.

Nick se quedó, entonces, a solas con Emily en la habitación pintada con flores rosas que él mismo había elegido para ella.

No le era ajeno que la pequeña Em no había pronunciado palabra desde su llegada al instituto. Su único medio de comunicación (no verbal) había estado compuesto por pequeños asentimientos y miradas atentas y educadas. Sin embargo, comprobó Rogers una vez la niña estuvo sentada con los pies colgando en la que era su nueva cama, que lo que él había tomado por una infantil mordida a su tierno labio inferior, el gesto que había permanecido grabado en su carita desde el primer segundo de ausencia de su padre, era en realidad una mueca desesperada, brusca en un nivel inusitado.

Emily Rosie © [RESIDENTES #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora