23. Un nudo en la garganta

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No sabía con exactitud qué hora era, pero podía deducir que ya debía haber pasado el mediodía, porque el sol era intenso y fuera de la casita el ambiente estaba alegre y pintado de amarillo como si alguien lo hubiera embadurnado con brillante y resinosa yema de huevo. Había silencio. Demasiado silencio. Y aunque todavía no se había levantado de la cama en la que milagrosamente había logrado caer rendido la noche anterior, ya podía sentir el nudo en la garganta.

Pasó al menos hora y media despierto, tumbado sobre el colchón antes de levantarse. Sin decir una sola palabra, mimetizándose con el ambiente, Nick Rogers arrastró los pies hacia el cuarto que llamaba estudio y hurgó debajo del escritorio, en el que encontró una soga que antes había usado para jugar con Emily afuera, antes incluso de que ella descubriera el rincón del cementerio que tanto le gustaba. Su garganta ya comenzaba a palpitar.

Sin pensarlo demasiado, como preso de un sueño lúcido, rodeó su propio cuello con la soga e hizo el nudo más resistente que pudo lograr sobre su manzana de Adán. El primer contacto áspero con la soga llenó su garganta de anticipación: el nudo ya se sentía más cercano que nunca. Mucho más cuando se trepó al viejo escritorio que crujió bajo su peso y tomó el otro extremo de la misma soga para atarlo al polvoriento fluorescente del techo.

Recordaba haberlo encontrado pendiendo de unos cuantos cables al momento de mudarse. Había tenido que repararlo, y lo había hecho con Emily sentada en un rincón, observándolo como si estuviera haciendo algo fascinante.

—Durará bastante esta vez, ya verás —le había dicho él al finalizar su trabajo—. No lo volverá a romper ni el peso de un elefante.

Pese a la hipérbole, había resultado ser cierto: el fluorescente no había vuelto a moverse y estaba tan bien adherido al techo que estaba seguro de que no le fallaría.

Ahora el nudo en la garganta era real y más tangible que nunca. Un nudo en la garganta que no le dejaba hablar, apenas respirar, que ponía a su cuerpo nervioso e incómodo. Pero el nudo lo había hecho él con sus propias manos y su muda determinación le impedía deshacerlo.

Notó, a poco más de un metro del suelo, que el escritorio viejo lleno de recuerdos de Emily resultaba tener la altura perfecta, como si algún ser omnipotente lo hubiera colocado ahí para él desde el inicio.

Pensó en Casey Rogers, su pequeña hija. Pensó en que quizás había sido mejor que no hubiera llegado a crecer teniendo un padre como él. A ella también le había fallado.

Pensó en Emily Rosie una vez más, con las lágrimas surcando su rostro como un manantial inagotable. Pero no se permitió ni un sólo pensamiento más, porque sabía que lo único que haría sería retrasar un poco más lo inevitable.

Nicholas Rogers dio un paso al frente, hacia el vacío.

Al ser atraído por la gravedad, lo primero que sintió fue un gran tirón en el cuello que lo dejó sin aliento. Había deseado secretamente que el tirón bastara para quebrárselo y que fuera algo instantáneo, pero no tuvo tanta suerte. En cambio, el calor se expandió por todo su cuerpo y la sangre se concentró en su cabeza haciendo la sensación más punzante y repulsiva. La presión en la tráquea era tan grande, tan desesperante, que no sabía si era eso o la falta del aire lo que más le dolía.

Apretó los ojos con fuerza sintiendo el sudor helado cubrir todo su cuerpo y pensó que no debía concentrarse en el dolor. Debía pensar en algo bueno.

Por el momento, no se le venía a la mente algo que fuera más grandioso que lo que había vivido con (por) Emily Rosie. Que él recordara, después de haberse enterado de la existencia de Casey, Emily había sido lo más grande, lo más importante y puro que había podido pasarle. Le pareció irónico sentir que Emily le había dado un motivo para vivir y también un motivo para morir. Le sorprendió, en las circunstancias en que se encontraba, ser capaz de sentir la ironía y la sorpresa.

Emily Rosie © [RESIDENTES #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora