5. Experimentos

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La pequeña Emily Rosie jugaba con talante alegre, arrodillada sobre la maleza quebradiza color cobrizo que crecía en su sección preferida del cementerio.

Había decidido llevar, para esa tarde en particular, su pequeño tesoro. Se trataba de un frasco mediano de delicado cristal transparente opaco que guardaba celosamente debajo de su cama. En él, como trofeos de sus aventuras y sus furtivos viajes nocturnos al cementerio, ocultaba una curiosa y peculiar colección de objetos. Estos, a la tibia luz dorada tenue del atardecer, estaban regados a su alrededor, rodeándola como si la protegieran. Todos a su alcance, sin embargo. Cada vez que jugaba con ellos no olvidaba ni uno solo.

—Cada vez eres más bonita, pequeña —susurró Em con parsimonia, sosteniendo entre sus dedos un pequeño cadáver de iguana, frío, quieto, inerte.

Ya llevaba más de mes y medio en el frasco y Emily había tenido el placer de observar con una inexplicable fascinación cómo el color de su áspera piel de reptil había ido mutando. Había pasado de verde esmeralda a verde oscuro, luego a gris opaco y ya estaba a punto de tornarse de un profundo color negro ébano.

Emily había encontrado al animalito reptando entre la grama que rodeaba las lápidas de la sección trasera del cementerio un tiempo atrás. De inmediato había atraído su atención el color brillante de su piel llamativa, por lo que no había resistido la tentación de acercarse para después darse con la sorpresa de que, en realidad, el reptil se hallaba agonizando a causa de alguna herida que ella no pudo determinar.

Triste y confundida por lo que estaba viendo, Emily Rosie se quedó petrificada en su lugar sin saber cómo reaccionar o proceder hasta que la iguana dio su último suspiro, quedando inmóvil para siempre.

Incapaz de dejarla ahí en soledad, la niña se había decidido a conservarla. Su amigo había estado de acuerdo con ello, así la iguana viviría para siempre cerca de su corazón con el resto de sus riquezas secretas.

Y así de simple había quedado conservada por las manos infantiles de la chiquilla y en ese momento se hallaba siendo observada y admirada por ella misma con una sonrisa entusiasta.

A casi quince minutos del lugar, un hombre desaliñado conducía de forma impulsiva hacia el lugar, perjurando entre dientes, con el sudor escurriéndosele por la prematuramente arrugada frente y con el corazón a punto de escapársele por la boca. Una vez más se había quedado dormido durante el día y su pequeña se había salido de la casa.

Sí, sabía que no era la intención de Emily escapar, ella solo buscaba jugar y divertirse como cualquier chiquilla de su edad, pero él ya no sabía en qué idioma hacerle entender que no debía hacerlo.

Los niños nunca escuchan.

Era importante recordar que Emily ya había dejado de ser una niña y estaba más cerca de ser una adolescente que de cualquier otra cosa, pero en su cabeza no podía dejar de considerarla como tal: una niña, un pequeño canario encerrado en una jaula que no veía la hora de estirar las alitas y volar en cuanto la oportunidad se le presentaba.

Claro que esa conclusión pacífica no apaciguaba en ningún nivel el furioso correr de su sangre que podía sentir en ambas sienes ni su pulso disparado, recordatorio peligroso de que su salud cardíaca tampoco era la mejor de todas.

Dobló en una esquina dando un volantazo no intencional y se adentró en la carretera. Estaba desierta, casi como de costumbre. No solía pasar casi ningún auto por ahí, mucho menos a esas horas de la tarde. Además, cerca de ahí no había nada vivo, o al menos nada que sobreviviera durante mucho tiempo. Esa carretera conducía a un tramo largo no habitado por nadie, no muy lejos del pueblo pero olvidado por él. Quizás era por esa feliz característica que el hecho de conducir desde ese tramo desierto hacia la civilización siempre le ponía los pelos de punta.

Emily Rosie © [RESIDENTES #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora