XXXIII.

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Al día siguiente:

No lo entendía.

¿Cómo podía un día sentir que podría estallar de felicidad y al otro, por un pequeño detalle, sentirse tan miserable que se le apretaba el corazón? Había algo malo en él, eso era seguro.

Takemichi realmente odiaba su forma de ser. Mientras más pensaba en sí mismo, más lograba odiarse. Estaba seguro de que no habría sufrido tanto, si él no fuera de esa maldita manera. Tan blando, tan débil… ¿y lo peor? No creía que hubiera cambiado mucho. Quizás se veía más serio últimamente, quizás casi no hablaba como antes y definitivamente podía contar con una mano las pocas veces que sonreía o reía con honestidad; sí, quizás ahora parecía una estúpida roca fría y calculadora, pero era una maldita fachada. Podría parecer un muñeco deprimente y sin corazón, pero no era así.

Él sufría tanto.

Él amaba y odiaba tanto últimamente.

Sus sentimientos siempre lo habían superado y eso no ha cambiado; es sólo que después de tantos golpes desarrolló alguna útil habilidad para desprender sus emociones de sus expresiones faciales. Aguantaba todo y luego lloraba por todo, en la fría soledad de su habitación.

A veces deseaba tanto poder soltarlo todo y hablarlo con alguien. Solo que no deseaba hablarlo con nadie. Sus amigos siempre le decían que era un bebé llorón, pero a la vez confiaban tanto en que él era capaz de ayudarlos, que Takemichi no se imaginaba mostrándose tan vulnerable, estúpido y destruido ante ellos.

Todo era tan desastroso.

Takemichi deseaba ayudarlos y también deseaba desear mandarlos al diablo, pero no podía y se odiaba por no ser capaz de ponerse a sí mismo primero, siquiera algunas veces. Aquello le habría evitado tanto dolor, tanto esfuerzo en vano.

Era solo que, pensar en que alguien estaba mal y el podía hacer algo para ayudarlos era jodidamente mortificante. No dejaba su consciencia tranquila. No le permitía sentirse bien sin hacer algo, y más si era el único capaz de hacerlo, con ese poder que le ataba a ese sentimiento de “deber” tan insoportable y desgarrador.

Observó el libro titulado “The ties of a complex” que había estado leyendo las últimas catorce horas, antes de detenerse en el capítulo de “El complejo de héroe”. Un capítulo… revelador.

Una mierda completa si decía con honestidad. No había odiado el libro hasta que empezó a meterse en sus páginas; a identificarse y ofenderse. De repente sintió que hablaba con un egocéntrico y sabiondo doctor, que no hacía más que criticarlo y burlarse de algo que él no había decidido sentir en lugar de darle soluciones. Entonces pensó en tirar el maldito libro, mientras sufría de un ataque de pánico que le apretó el pecho.

Pero ahora que estaba en la terraza y con más calma observaba las calles vacías lo único que hizo fue detenerse a pensar en su vida y de alguna forma en sí mismo.

Patético.

Fue a la conclusión que llegó; él era la persona más patética que conocía.

Luego más insultos llegaron a su mente y con amargura encajó cada uno de ellos en su ser, armando un rompecabezas tenso y rígido, uno que daba realmente asco y no era nada entretenido o tranquilizador.

Él amaba los rompecabezas, pero este no. Odió cada ficha y encajarlas fue como apuñalarse en el pecho una y otra vez.

Cuando menos lo notó, lágrimas corrían por su expresión fría.

Dios… se odiaba tanto que dolía.

Sonriendo con amargura, dejó el libro sobre la pequeña mesa que sostenía todo lo que usaba cada día para pintar el enorme mural.

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⏰ Última actualización: Jun 05, 2023 ⏰

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