Caperucita Roja y el lobo que una vez amó.

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Érase una vez, no hace mucho tiempo pero tampoco hace poco, era alguien que una vez amó, luego odio pero solo fue por poco, tal vez fue la luz por la mañana, o los cantares de aves que escuchó, conoció a alguien y se enamoró, pudo ser la luz reflejando en su rostro, y la multitud que los rodeó, pudo ser él luciendo sobrio o su estremecedora voz, sea lo que sea, se perdió locamente en esos ojos obscuros como la noche en el campo, tan obscuros como las plumas de un cuervo, o más bien, como el pelaje de un lobo bañado por la luz de la luna. Sí, eso debió ser.
Érase una vez, no hace mucho tiempo, escuchó el susurro en el silencio, se aisló después de haberse roto el corazón a manos de un vil mentiroso, conoció a otro, no debió, y de ser peor aún, se enamoró. —¡Que calamidad, que desastre!—, pensó, pues no le quedaba más para el arrastre, no quería arriesgarse, pero se arriesgó, no quería enamorarse, pero se enamoró, que necio y terco y tan masoquista corazón.
Érase una vez, hace poco tiempo, caminaba tan desorientado pero poco a poco retomando el paso, retomando el camino, retomándose a sí mismo, conoció a este chico, alto, serio, de lentes, cabello obscuro y ojos negros azabaches, muy en el fondo pensó, —¡qué guapo!—, cariño, no todo lo que brilla es oro, y él con resaca y mal dormido, pues no era tan precioso, —¿qué le vi?—, se preguntó entonces, —sabrá Dios—, se respondió.
Érase una vez, han pasado ocho meses para ser exactos, y seis desde que decidí olvidarlo, —¿cómo puede doler tanto si ni quiera llegué a amarlo?—, se equivocó, si lo amó, muy en el fondo pero lo amó. En cada llamada perdida, y en cada trasnochada amanecida; en cada risa y melancolía compartida, en cada momento de soberbia y cobardía, en cada estado de ebriedad, y en cada fantasía que soñaba mientras despierto se mantenía.
Érase una vez, alguien que conoció, han pasado seis meses desde que olvidarlo, decidió. Han pasado muchos chicos con los que reemplazarlo, intentó. Han pasado tantos fracasos y en cada uno de ellos, lo recordó. Porque eso fue todo lo que significó, un intento fallido, un casi algo, un momento en el tiempo, algo efímero, niebla en el frío invierno, lluvia en una tormenta en el cielo, amor que se volvió odio y rencor, alguien que alguna vez amó, perdonó y luego se alejó.
Con el pasar del tiempo, los días, las semanas y los meses se hacían más ligeros, más llevaderos. Dejó de usar esa pulsera que a oscuras en su habitación le obsequió, por inercia sucedió, ni cuenta se dió. Dejó de ver sus perfiles, tanto así, que hasta su contacto borró, ni le dolió. Dejó de encontrar inspiración en su melancolía, pues él ya no era más parte de vida, que alegría, —supuse pronto te repondrías y lo hiciste alma mía, que orgulloso estoy de tu sonrisa—, dijo al espejo mientras se veía. Cada historia que fantaseaba, cada poema que escribía, y las cartas que jamás se enviarían, más ya no dolían.
Se dió cuenta que para que todo esto sucediera, necesitaba amarlo intensamente, así sea en tan poco tiempo, dos meses fueron, que meses más intensos, eran necesarios para encontrase a sí mismo y amarse, valorarse y por primera vez en mucho tiempo, entender sus propios sentimientos. No eres intenso por amar muy rápido; no eres dramático por llorar tus penas ni mucho menos eres exagerado por alegarte de tus logros por más pequeño que sea. —Tuviste que pasar por todo eso para darte cuenta—, pero ya acabó y junto con él este libro que mayormente inspiró.
Pues he crecido, soy mucho mejor, más sabio, más audaz, mucho más inteligente de lo que tú alguna vez llegaste a minimizar; pero sobre todo, aprendí una gran lección:
"Pero dijiste esa jamás intencionada, a propósito perfecta frase; —el lobo finalmente ha sido domado—" y te creí, pero lo peor de todo fue que...
Te amé y ese fue mi peor error.

entre lobosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora