Confesión... No tan secreta (Parte 1)

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—¿Se puede saber qué mierda estabas haciendo?

Robin caminaba de prisa y yo la seguía por todo el barco, intentando no llamar demasiado la atención, pero lo suficientemente molesto como para que me importara una mierda que alguien nos viera.

La mujer de pelo azabache se movía entre los pasillos del barco con destreza y yo conocía sus intenciones, estaba tratando de que me perdiera, pero no le daría el gusto.

Quería jugar conmigo.

Pero no había forma de que la dejara escapar.


Los dos no nos llevábamos demasiado bien, no éramos demasiado íntimos, pero de vez en cuando nos tocaban misiones juntos y habíamos aprendido a tratarnos, yo había aprendido a confiar en ella y olvidé mis diferencias, pues después de todo, Robin había demostrado que era una de nuestras nakama y que era tan leal como los demás.

Ambos fuimos construyendo una leve amistad que nos llevó a compartir algunos pocos intereses en común, poco a poco me fui acostumbrando a estar a su lado e incluso me estaba comenzando a agradar de otra forma, comencé a verla menos como una nakama y más como una mujer.

Hasta que, eventualmente, me enamoré.

Me enamoré como un idiota y no quería aceptarlo, ya era demasiado tarde para cuando me vine a dar cuenta.

Y, por supuesto, ella lo sabía. Robin era malditamente inteligente y se había dado cuenta, yo intentaba ocultarlo a toda costa, intentaba fingir que todo estaba normal, que no me importaba lo que hacía y que no sentía todas esas malditas cosquillas en el estómago cuando estaba a mi lado y me sonreía con esa risita malévola con la intención de provocarme. Pero ella me conocía bien, aunque los demás no se dieran cuenta ella sí lo hacía, podía distinguir mis leves sonrojos y tartamudeos por más que los disimulara, y podía ver el nerviosismo en cada uno de mis gestos.

Para ella yo era como un libro abierto.

Y aquello me incomodaba, porque no quería sentirme vulnerable, pero no podía resistir la tentación de observarla en silencio, no podía dejar de mirarla trabajar en sus investigaciones con tanto empeño, por más que intentaba siempre perdía en la lucha de no mirarla mientras se tumbaba con aquellos bikinis diminutos a leer sus libros y tomar un batido. Con cada cambio de ropa no podía sino pensar en lo hermosa y ardiente que era, y con cada participación suya en una conversación conmigo o con los chicos no podía llegar a comprender cómo es que era tan inteligente, y, sobre todo, no podía evitar el maldito fuego que crecía en la boca de mi estómago y en mis sienes cuando veía a otro hombre acercarse a ella cuando yo sabía que tenía segundas intenciones y ella también lo hacía.

Y, claro, como era de esperarse, a ella le encantaba jugar conmigo. Le encantaba hacerme sonrojar y hacerme rabiar, le gustaba ponerse el reto personal de atravesar las armaduras que yo siempre me ponía para intentar protegerme a mí mismo, adoraba poder romper mi fachada y poner en evidencia lo mucho que ella me gustaba.

Justo como ahora.

Ella había estado encerrada en el acuario toda la tarde con un aliado que habíamos hecho en la isla que visitábamos en ese momento, un arqueólogo llamado Firo. Hablaban de algunos nuevos hallazgos suyos que apuntaban al descubrimiento de una enfermedad extraña, ambos se encontraban en sus aguas y habían perdido la noción del tiempo completamente.

Yo había terminado de entrenar y tomar una ducha, no había terminado bien de secarme cuando la maldita bruja gritó en mis oídos que fuera por ella para cenar. Sí, la bruja también sabía de mis sentimientos hacia ella y se aprovechaba al máximo de ello, me sobornaba con contarle a los demás y hacerme quedar en ridículo frente a ella.

Acero y floresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora