El arte del Shodō

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Si alguien le pidiera a cualquiera de los miembros de Los Sombrero de Paja que describiera a su nakama de pelo verde en tres palabras, probablemente responderían con sinónimos. Fuerte, persistente y determinado. Pero a su vez tosco, torpe, y perezoso. Ninguno pensaría en delicadeza o pulcritud, y si le preguntaran a Sanji, la última palabra que usaría sería elegancia. El cocinero rubio probablemente diría imbécil, idiota, vago, marimo... Y la lista sigue.

Es por ello que para la arqueóloga fue una agradable sorpresa entrar al nido del cuervo y encontrarse con una mesa pequeña, pinceles, un pequeño recipiente con tinta y hojas de papel, y al espadachín dormido en medio de un pequeño caos, con el líquido de color verde en la cara y en las manos y su espada más nueva, Enma, en su regazo. Normalmente estaría rodeado de pesas y sus espadas, así que por un momento se preguntó a qué se debía el cambio de ambiente, pero pronto dedujo que se debía a su reciente salida de Wano.

El espadachín no solía seguir ningún código en especial más que su propio código de honor, no se consideraba un samurái, pero admitía que había aprendido mucho de Kin'emon, como su técnica del zorro de fuego, y ciertas ideas del Bushido se ajustaban a sus ideales. Es por eso que la pelinegra asumió que se trataba de un entrenamiento: Zoro estaba intentando aprender el arte de la caligrafía. Era sabido que los samuráis la practicaban para mejorar su habilidad con la espada, y esto le sería útil al peliverde para aprender a controlar a Enma.

Se quitó los zapatos y avanzó con cuidado de no despertarlo. Sabía que él siempre estaba en guardia, incluso dormido, pero no quería perturbarlo. Vio el libro que había subido a buscar en la mesa, lo había dejado allí la noche anterior que le tocó guardia, y había subido con el propósito de buscarlo. Se acercó a lentamente hasta tenerlo a su alcance, y al notar la hoja de papel que estaba en la mesa, pisada por la esquina del libro, su sonrojo fue monumental.

No entendía por qué algo tan simple como aquello había producido ese efecto en ella. Se atrevió a tomarla en sus manos, y ver aquellos caracteres escritos le robó una sonrisa mezclada con una mirada enternecida. Volteó a ver a su nakama, y notó su pecho subir y bajar suavemente al ritmo de su calmada respiración, aparentemente ajeno a su presencia. Descansaba entre algunos cojines del sofá con los brazos detrás de su cabeza, con el yukata amarrado a las caderas, cubriendo solamente la parte inferior y dejando su tonificado torso al descubierto, se mordió el labio ligeramente y procuró darse prisa, ideas peligrosas cruzaban su mente y no quería que Zoro la cortara en pedacitos. Fue entonces cuando notó las bolas de papel arrugadas por todo el lugar, no eran una ni dos, eran decenas de ellas, se rió internamente. Sabía que aquel hombre no se rendiría, no hasta alcanzar la perfección.

Abrió varios de los bollos, todos contenían los mismos caracteres. Se sonrojó aún más. Notó la mejoría del peliverde, en los primeros la letra se notaba más temblorosa y brusca, pero a medida que avanzaba se volvía más fluida, hasta llegar a la hoja que había tomado de la mesa, que a diferencia de las primeras, tenía una letra perfectamente definida, elegante, e increíblemente hermosa. Ciertamente el espadachín había practicado toda la tarde, el resultado era fascinante, y para ella una obra de arte al sentirlo tan personal.

Lo pensó dos veces y se decidió, sabía que probablemente Zoro se disgustaría, pero no pudo resistirse.

Seguro que su orgullo no le dejará reclamarme. Y de todos modos dudo que pase por allí alguna vez...

Bajó del nido del cuervo con la hoja dentro del libro, sobresaliendo debido a su mayor tamaño, y bajó hasta su escritorio en su habitación. Miró su mural, pensó que era el lugar perfecto, definitivamente lo atesoraría, pues a pesar de lo insignificante que pudiera parecerle a los demás, para ella significaba mucho. Y lo mejor es que sin contexto a nadie le parecería extraño, por lo que no harían preguntas, si es que alguna vez llegaban a verlo. Usó un par de chinchetas y lo adjuntó a la pizarra de corcho, abriendo un espacio entre las pistas que había encontrado del último Poneglyph.

Acero y floresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora