Treinta Y Dos

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Ezio se había marchado sin decirle nada, solamente dio una de esas sonrisas qué no podía conocer su significado. Si hubiese tenido la posibilidad de haber ido al castillo, lo hubiese hecho; pero no sabía dónde quedaba. Se había ido a buscarlo entre las personas del pueblo. Su corazón estaba a punto de dejar de latir y al mismo tiempo, muy acelerado. Era una sensación terrible.

Dio varias vueltas con los ojos llorosos, poco le importaba lo que la gente pudiese pensar. Solo quería encontrarlo, quería saber que estaba bien. Su respiración estaba inestable y no podía respirar, sus pulmones parecían hundirse y no querer volver a tomar aire, parecía que se estaba asfixiando.

No lo había encontrado.

Cuando estuvo al borde de perder la cordura, decidió ir a aquel lugar apartado donde siempre se encontraban. No pensaba volver a su casa hasta que lo viese sano y salvo. Debía descansar un poco y luego volver a dar varias vueltas más.

Cuando estuvo completamente sola, se tendió a llorar, abrazó sus piernas con ambos brazos mientras sollozaba con fuerza. No quería pensar que el pudiese estar herido o aún peor. No quería decir esa palabra, un vacío infinito se formaba en su pecho con esa desesperanzadora idea. Evitaba pensarla, evadía que permaneciese en su mente por al menos un segundo.

—¿Hola?

De inmediato se giró a ver quien era. Con un rayo de esperanza que pronto se convirtió en un trueno; no era él.

—¿Se encuentra bien?— un hombre de unos treinta años inquirió, sus ropas estaban manchadas de tierra y llevaba una vieja carreta.

Cleo asintió. Que mentira.

—¿Le hicieron algo?

Negó. A ella no.

—¿Ha visto al... hijo del.. lord?— preguntó con la voz afectada por su incontenible llanto.

Él parecía pensativo.

—No, me parece que no.

Cleo volvió a comenzar a llorar. No era posible que no pasase un día por el pueblo, no había pasado un día en que no se veían. Necesitaba verlo.

—Estoy bien, gracias— afirmó para que pudiese volver a estar sola.

Él hombre asintió, tomó sus cosas y siguió su camino, se perdió poco después entre la maleza. Parecía dudar si quedarse o irse, no debía dejar a una mujer sola en un lugar tan solitario.

Se quedó esperando el resto de la tarde, pero no vio ni un rastro del chico que anhelaba encontrar.

~ • ~

—¿Qué?

Su voz estaba enronquecida por el llanto. No había podido conciliar el sueño por pensar en Eros, tenía los ojos hinchados y ojerosos por la falta de sueño. Aún quería llorar, pero su madre le había pedido que fuese por un poco de verduras. No iba a negarse, quizás así, finalmente lo hallaría.

—Ya le di el cambio, señorita— habló una chica más joven que estaba atendiendo.

—Ah, sí.. Gracias.

Eros | Timotheé ChalametDonde viven las historias. Descúbrelo ahora