Prólogo

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En horas de la madrugada, las hojas crujían bajo sus pies, mientras recorría aquel silencioso sendero delimitado por la espesura boscosa. No existía más iluminación que la luna, cuyo cuarto creciente brindaba una tenue visibilidad del entorno. Con sus pupilas dilatadas, resignadas a vislumbrar meras siluetas en su campo visual, él no era capaz de ver con claridad más allá de unos veinte metros delante de sus propios pasos. Todo estaba en calma, con excepción del viento, que parecía acelerar poco a poco, resonando cada vez más fuerte a cada paso que daba.

Como quien busca sin saber el qué, pero sabe que lo ha encontrado, detuvo su andar en cuanto alcanzó aquel claro. Algo llamó su atención ahí delante.

Entonces pudo verla, como luces puestas sobre un escenario: la escasa luz del firmamento enmarcaba una silueta extraña, similar a un cuerpo femenino, del que solo el contorno del torso, la cabeza y los hombros era distinguible, quizás por efecto de la poca visibilidad y de la distancia entre ellos. La chica, de semblante joven y un cabello oscuro y corto que apenas alcanzaba a cubrir su nuca, estaba sentada en el suelo, de espaldas a él, a no más de quince metros de distancia. Permanecía quieta, sin inmutarse, como si no le hubiese escuchado acercarse.

Sin previo aviso, el viento se detuvo de forma casi sobrenatural, dando paso a un silencio absoluto que le produjo una sensación extraña; el temor y la incertidumbre se hicieron presentes.

«¿Qué está ocurriendo aquí? —Pensó él al sentir aquella alerta desmesurada surgiendo desde el fondo de sus entrañas— ¿Quién es ella? ¿Por qué me observaba? ¿Por qué la seguí hasta aquí? Debo irme, debo salir de aquí antes de que... ¿Uh?».

Ninguna mente racional podría haberse anticipado a lo que ocurrió a continuación...

Sin previo aviso, la figura se incorporó, rompiendo el silencio. Pudo escucharse otro crujido, esta vez más seco y sonoro, no producido por hojas, sino por las vértebras del cuello de aquella mujer, cuya cabeza dio un horroroso medio giro sin mover ninguna otra parte del cuerpo, dejando al descubierto un rostro inexpresivo, de piel blanca, rasgos finos y dos prominentes ojos anaranjados, brillantes y penetrantes, que miraban en dirección a él, paralizándolo de pánico.

Sin dar tiempo a reacción alguna, la figura reacomodó su cabeza y, a una velocidad casi parafísica, se posicionó justo enfrente de él. Con cada músculo entumecido por el pánico absoluto, con sus ojos como dos antenas móviles desorbitadas, con su mente incapaz de saber qué hacer («¿Correr? ¿Gritar? ¿Enfrentarla?»), él se sintió impotente, pues estaba a merced de ella, literalmente inmóvil, sin posibilidad de defensa alguna. Una escena digna de la más cruel y aterradora pesadilla.

«Pesadilla... Tiene que ser una pesadilla, no puede ser real... Estoy soñando, maldita sea, ¡tengo que estar soñando!».

Como si un ser superior a él escuchase sus pensamientos, un zumbido se apoderó de su audición y todo su campo visual comenzó a torcerse. Siguió un estruendo ensordecedor que le taladró los tímpanos y desató una sensación desesperante, un desvanecimiento total. Quiso gritar, quiso correr, pero ninguna parte de su cuerpo respondió cuando la mano blanca y ahora luminosa de aquella mujer hizo un último intento por alcanzarlo, solo para alimentar su espanto, su impotencia, su incontenible terror. Así fue como todo empezó a ennegrecerse hasta volverse una total oscuridad.

Era el fin.

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