38. Devastación inminente

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Sus dedos se pasearon por el teclado digital, introduciendo la combinación numérica almacenada en su memoria. La puerta reforzada frente a ella se abrió, mostrándole a continuación unas largas escaleras que descendían hasta aquel laboratorio, hasta el mismo maldito lugar desde donde se gestó todo aquello que daba vueltas sin parar en su mente: recuerdos tallados con un cincel, dolor, pero sobre todas las cosas, una furia incontenible y cargada de deseos de venganza que se prolongaba, obnubilando sus pensamientos, hasta que recapitulaba lo último que había visto antes de despertar nuevamente en su realidad, transformando todo en alivio de nuevo, pues al fin sabía con toda certeza que cambiarlo todo estaba ahora en sus manos. De hecho, siempre lo estuvo, solo le hacía falta recordarlo.

Así era lo que sentía, un ciclo de tristeza, rabia y luego determinación, repitiéndose sin interrupciones desde hacía ya casi dos días enteros, durante los que difícilmente había pensado en algo distinto a lo que estaba a punto de hacer. Lo haría solamente por él, porque no se merecía un destino como el que tuvo, porque no tenía sentido para ella salvar un mundo en el que él ya no existiera. Sí, su destino desde un principio había sido ese, contrario a lo que llegó a decirle a Alessandra allá en el laberinto, cuando le dijo que nadie debió nunca formar parte de todo lo acontecido; lo cierto era que solo ella, Annelien, debió hacerlo, todo había comenzado con ella y terminaría con ella, no era otro sino ese su verdadero destino.

Sin embargo, su descabellado plan requeriría de una inmensa cantidad de energía, una que había quedado atrapada en una mente vacía, una mente que tuvo que ser completamente destruida para traerla a ella de vuelta y ahora formaba parte del infinito abismo, pero cuya conexión con la realidad se encontraba ahí, en el mismo lugar donde ella se encontraba. Pero ella sabía algo más, sabía que una vez liberase al ente poseedor de esa descomunal energía, aquel que ella tanto odiaba, aquel que había destrozado su interior en pedazos, no habría vuelta atrás, y de seguro todo cuanto ella conocía sería destruido, pero no había otra forma, no si quería lograr su cometido.

Entonces, una vez se situó frente al panel de control, miró hacia la camilla circular vacía donde dos días atrás ella había estado tendida, inconsciente, con su mente fuera de todo lo conocido. Al hacerlo, recuerdos que no le pertenecían comenzaron a brotar en sus pensamientos, recuerdos que le habían sido insertados a la fuerza en su memoria, recuerdos de él, recuerdos que le mostraban el horror que él vivió durante año y medio desde aquella noche de la llamada telefónica, cuando tuvo lugar aquel accidente, hasta la fatídica noche en que su pecho fue atravesado por el relámpago púrpura de Marko, pulverizándolo y borrando todo rastro de su existencia. La última imagen que ella pudo tener de él fue un cuerpo inerte flotando en el abismo, brillando en luz púrpura con ojos vacíos y un agujero en el pecho.

Fue en ese momento en que Annelien optó por dejar de poner resistencia, tomando asiento frente al panel central y dejando que todo aquello que estaba conteniendo saliera desde sus ojos y su garganta, desatando un llanto que no se hizo esperar, uno que contenía culpa, arrepentimiento y una inmensa tristeza. Así lloraba, porque necesitaba ablandar la dureza de aquellos espeluznantes recuerdos, porque en cada lágrima drenaba un poco de toda esa opresiva aflicción, aliviándola. Pero por sobre todo, ella lloraba porque necesitaba sentirse humana una vez más, tan siquiera por unos instantes, pues sabía que todo rastro de humanidad en ella no sería más que un recuerdo dentro de pocos minutos.

Finalmente, aquellos pocos minutos terminaron de transcurrir y ella alzó la vista, con un semblante completamente distinto. Ya no bajaba una sola lágrima por su rostro, pues ya no quedaba ningún lamento ni culpa que resguardar. Una cosa era aceptar la culpa, pero otra muy distinta era eliminarla, pues había una manera de hacerlo: revertir lo irreversible. Sus ojos mostraban valor, todo el que requería la decisión tomada, una que pronunció en cuanto situó sus dedos sobre una de las palancas de aquel tablero frente a ella.

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