3: Trescientos cincuenta y nueve.

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3: Trescientas cincuenta y nueve.

Sabía cuando me mentían. Venía con el combo de los latidos. Pero no me daba cuenta por el palpitar de mi corazón, sino por la vocecita en mi cabeza.

Robbie ni siquiera luchaba contra eso. Mads lo toleraba, pero mi hija Maddie —la más mimada de mi parte— se enojaba siempre. Creo que ser tan apegada a mí me daba la facilidad de saber si mentía, aun sin mi don. Así que imagínate, la habilidad de leerlos más el instinto de padre, traducción: estaban jodidos.

Creí que me costaría llegar a esa etapa con Devon, pero no tuve que recurrir a mi detector de mentiras mental para saber que el chico me mentía.

Era la tercera o cuarta vez que lo iba a ver en el lapso de varios meses. Me citó en su campus. Me aseguró que llegaría ya que tenía una materia importante en la tarde. Así que fui a ese bendito campus un poco más temprano y esperé, recordando que fui yo el que insistí en verlo.

En algún punto, como media hora después de haber llegado, sentí ese palpitar raro. La angustia, la presión en el pecho, mi garganta cerrándose y la sensación de que el coche se me hacía pequeño. No tuve más remedio que salir, y jodida coincidencia —aunque sabía que no lo era— el encontrar a la chica de la farmacia en el mismo lugar.

La vi como en cámara lenta. Con un semblante pensativo y hundida en su propio universo. Se sentó en una banca cerca del coche, con la misma expresión de que el mundo era mucho trabajo.

De inmediato bajé hacia su abdomen y me alegré de no ver ningún bulto. Aunque con lo despistado que era para medir los meses que habían pasado, tal vez habría un pequeño bebé de ojos grises en alguna parte.

Supuse que estaba esperando a alguien. Por lo arreglada que se encontraba, imaginé que era el novio. Chicas como ella —con el aura inocente y cara de ángel— siempre tienen novio… siempre.

Su rostro se giraba de un lado a otro, además de que subía los hombros cada tanto al eliminar los suspiros. En eso, mirando sus gestos, pasaron otros quince minutos. Ella de seguro tenía su tiempo esperando porque se bajó del coche. No sabía cuánto tenía de estar allí, pero asumí que incluso la misma cantidad que yo.

No lo pensé, como me venía pasando cuando ella estaba cerca. Fui hasta la chica como si me conociera.

—Parece que nos dejaron esperando.

No tenía grandes esperanzas de ser reconocido. Habían pasado demasiados meses como para recordar a un tipo que vio por pocos minutos. Sin embargo, en el fondo, esperé que ese encuentro siguiera fresco en su memoria.

—¿Te conozco?

Su ceño se arrugó y me miró como si estuviera tratando de hallar mi rostro en los huecos de su mente.

—No, la verdad es que no. —No como quisiera, pensé—. Aunque me eres familiar —mentí para no parecer un acosador, aunque empezaba a sentirme como uno.

Sabía que no tenía culpa de encontrarnos en el mismo sitio. Sin embargo, ¿por qué mi corazón seguía empecinado en latir tan fuerte por ella? ¿Qué tenía de especial? No era fea, pero aparte de eso, incluso parecía menor a la edad que me atraía.

Tenía un código: nadie menor de treinta. Porque entendía que hay un tiempo para todo, y eso incluye las etapas de la vida. A mi edad yo no veía necesario abrirme un Instagram, salir todos los fines de semana, planear lo que haría en cinco años. A mi edad las cosas se saborean más, como un café caliente o un trago de cerveza. Se aprecia los cambios de estación y se disfruta más de los momentos tranquilos. La mayoría de los traumas de la infancia quedaron rezagados por preocupaciones del momento. Y sabes que las cosas se arreglan hablando y no haciendo rabietas. Incluso puede que a los treinta y cinco te hayas planteado ir a terapia o asististe a una consulta. La vida está casi resuelta.

En un latido Donde viven las historias. Descúbrelo ahora