17: 40 y Nueva York.

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17: 40 y Nueva York.

Agosto me encontró en otro estado. Con claxones matando mis tímpanos, gritos, olores de comida chatarra en cada esquina, cafeterías abiertas las veinticuatro horas y la vida de ciudad que nunca duerme.

Nueva York pareció ser lo correcto. No lo que me gustaba, sino lo correcto. Para todos.

Robbie terminaría su último año en un sitio distinto, pero a él no le importaba mucho. Creo que igual que las gemelas, estaba ilusionado de ver el mundo. Tal vez estaban aburridos de vivir en un sitio en el que no pasaba nada.

Gia vivía en un loft cómodo, pero no pretendía estar durante ese tiempo con ella, por eso busqué mi propio lugar, lo más cerca de mi edificio de estudio. Estaría en Medicina de Especies Menores; lo abandoné cuando Sophie enfermó y vino todo el asunto del trasplante. Esa especialidad me haría tener conocimiento más profundo en el área de animales domésticos, como los perros y gatos. Y tal vez, más adelante, trataría de retomar lo que era Oncologia Veterinaria. Lo sé, era un loco por querer volver a la universidad, según Bill, pero supongo que me gustaba lo que hacía y, ¿por qué no utilizar eso para crecer?

A mis hijos les pareció «cool» que su papá a los treinta y nueve —casi cuarenta— quisiera volver a la universidad. Si a ellos no les molestaba, ¿por qué debería importarme la opinión de otros?

Así que conseguimos un apartamento en Manhattan, lo que no me gustaba, pero era cómodo y cumpliría su función. Los chicos irían a una escuela privada porque Gia me advirtió que las escuelas públicas eran una jungla en la que mis hijos —de un sitio tan tranquilo— no iban a sobrevivir.

Así que ya estaba. Empezaría en un lugar de cero. No era un tipo citadino. Me gustaba sentarme en mi patio y escuchar a los grillos, el cantar de los pájaros. El silencio que te envuelve y sientes que te traga. Mirar hacia el cielo y apreciar las estrellas. Respirar hondo y ser recompensado con el aroma a hierba fresca. Pero quería superarme. Necesitaba gastar las energías en algo además de los problemas y de Megan.

Oh sí, ella seguía en mi cabeza. Más de lo que me gustaría. Sin embargo, a un año de no saber de ella empecé a funcionar como antes. Aprendí a enfocar mis prioridades, a pensar en mí, a encontrar la manera de avanzar. Cada día estaba llegando allí, a la tranquilidad de no extrañarla y de dormir sin soñar con ella. Comencé a sonreír y a tener fe en que Megan fue una etapa; un lapso para despertarme del letargo.

Supe que Megan se estaba convirtiendo en un recuerdo lejano. De esos en los que miras hacia atrás y te preguntas qué habría pasado mientras la nostalgia te hace sonreír. Ya no dolía, sólo la sacaba del cajón cuando algo me hacía pensar en ella. Ya no luchaba por mantenerme en la torre de su memoria. No era sano vivir del pasado. Era hora de formar un presente. De tener sueños y esperar que cada paso que daba me llevara hacia mi destino.

No podía creer que el tiempo pasara de esa manera. ¿En qué momento cumplí cuarenta años, pasó Navidad y estábamos en febrero?

Cuando Devon me reclamó por teléfono que casi no hablábamos me quedé extrañado porque supuse que no había transcurrido tanto desde la última vez. Sin embargo, bromeó:

—Necesitas un calendario inteligente, Aser.

Ignoré su burla y pregunté:

—¿Cómo va todo por allá?

—Mamá quiere verte —advirtió Devon, sonando aprensivo.

Me eché a reír porque creí que había escuchado mal.

En un latido Donde viven las historias. Descúbrelo ahora