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S I L V I A
Aparco en el camino de entrada a la casa. Mi cuerpo se tambalea de lado a lado y los faros delanteros iluminan la puerta del garaje. Aprieto el embrague, freno y apago el motor.
Los clientes se han ido temprano. Shel se ha quedado con un par de camareras más para cerrar y yo he podido salir mucho antes de las dos. Jorge se ha marchado hace solo una hora, pero seguro que ya se habrá ido a la cama. No suele trasnochar.
Miro y veo el Challenger de Cole aparcado a un lado. Está en casa.
Frunzo el ceño, abrumada por un miedo repentino.
Cada vez estamos más distantes y estos últimos días he tenido la sensación de que lo ha estado más que nunca. La necesidad que parecía que sentía por tenerme cerca hace un par de semanas ha desaparecido. La verdad es que no sé qué sigo haciendo aquí.
Pero se me ocurre algo.
La culpa me revuelve el estómago al recordar lo que ocurrió el otro día en la ducha y las ideas que se me pasaron por la cabeza. Fue completamente distinto a lo que yo quería. O a lo mejor no sabía lo que quería.
La culpa la tiene el estrés. Me dejé llevar y me centré en Jorge porque ha sido amable y atento conmigo, y yo echaba de menos que me prestaran un poco de atención. Por eso pensé en él. Por nada más.
A estas alturas casi no tengo ningún motivo para quedarme aquí, pero, a pesar de los problemas entre Cole y yo, la idea de tener que marcharme no me gusta nada. Ya me he acostumbrado a esta casa; me siento cómoda. Y, si bien es verdad que Jorge puede llegar a ser un poco entrometido a veces, me cae bien. Se preocupa. Está claro que, cuando algo le inquieta, no se expresa de la forma más acertada posible, pero sé que tiene buenas intenciones. Eso de que alguien esté pendiente de mí y no pase de todo lo que hago no está mal.
Y, aunque detesto tener que admitirlo, me gusta cómo me hace sentir. Y la forma en que me mira, como si en el mundo solo existiera yo y nada más.
Bajo de la camioneta y cojo el bolso, donde he guardado el corsé. Me he cambiado antes de salir del bar y me he puesto una camiseta. Me he sentido bastante expuesta durante toda la noche porque he notado que me miraban más de lo habitual, pero sonrío para mí misma al pensar en el fajo de propinas que llevo encima. No es lo que gana Cam ni de lejos ni tampoco lo que podría ganar si estuviera sirviendo copas en The Hook, pero sí es más de lo que suelo hacer en una semana, o sea que...
Y no mentiré: en parte me ha gustado recibir tanta atención. Me he dado cuenta de que me ha mirado justo al entrar en el bar, cuando estaba al lado de la gramola. Y también lo he visto por el rabillo del ojo cuando he llegado a la barra. Y conozco ese tipo de mirada. «Posesiva.»
Cierro la camioneta y, a medida que me voy acercando a la entrada, el corazón me late con más fuerza.
Tengo que hablar con Cole. Tengo que mirarlo a los ojos, cogerle la mano y bajar la vista hasta nuestras cicatrices. Solo así sabré si lo nuestro todavía puede funcionar. Hace unos meses lo tenía siempre encima. Ahora ni me acuerdo de cuándo fue la última vez que me tocó.