C a p í t u l o 9

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S I L V I A

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S I L V I A

Shel intenta que me vaya a casa temprano antes de que acabe mi doble turno, pero, después de lo que ha pasado con Jorge, su casa es el último sitio donde quiero estar. No tengo adónde ir y, además, necesito la pasta.

¿Cómo ha podido montarme ese pollo e irrumpir en mi lugar de trabajo como si supiera vete a saber qué? Ni que fuéramos algo.

Y si está preocupado, ¿por qué no puede decírmelo de buenas? Las mentiras no siempre se dicen para hacerle daño a alguien. Yo, por ejemplo, lo hice por salvarle el culo a Cole.

Que sí, que entiendo sus dudas. Tampoco me conoce tanto y se preocupa por su hijo, muy bien, pero ¿cómo es posible que los Salinas sean tan torpes a la hora de tener una conversación de personas maduras y adultas?

Me restriego los ojos y me acuerdo de cómo me ha dicho que no iba a mantener a alguien que iba de ese rollo y que me largara de su puta casa. En ese momento he sentido que ya no era bienvenida. Otra vez. Volvía a no ser bienvenida en un lugar. Otra persona que no me quería cerca. Volvía a ser una carga, igual que con mis padres, e incluso con Cole y con Cam en algunas ocasiones.

¿Por qué tengo la manía de pensar que no me merezco algo mejor? Creía que Jorge era majo. Pensaba que nos llevábamos bien y había empezado a relajarme.

Sollozo en un intento por contener las lágrimas. No me gusta nada que me haya visto llorar.

Sigo trabajando hasta que empieza el turno de noche, a las seis, y me como la mitad del bocadillo que me ha sobrado del mediodía antes de irme, así ya habré cenado. Me guardo las propinas en el bolsillo y hago caja antes de ponerme la sudadera y coger la cartera. Hace más de veinticuatro horas que no me ducho y tengo una jaqueca horrible por culpa de la falta de sueño. Lo único que me apetece ahora es meterme en la ducha, encender el agua caliente y dejar que todo lo demás desaparezca.

Se me encoge un poco el estómago cuando recuerdo que no puedo ir a ducharme a ninguna parte. No voy a volver a aceptar nada más de Jorge Salinas en mi puñetera vida. Por no mencionar lo cabreada que estoy con Cole. Me ha escrito para asegurarse de que estoy bien y para pedirme perdón de nuevo, pero no le he contestado.

Me despido de Shel y de las demás con la mano y salgo del bar. Fuera me recibe la agradable brisa del atardecer. Ya se ha puesto el sol, pero aún no es de noche. Me coloco bien la correa del bolso, giro a la izquierda y bajo la calle.

Tengo que alquilar algo. Un sitio para mí sola y nadie más. Necesito vivir en una casa en la que no tenga que compartir nada con nadie y me sienta yo misma; una casa de la que nadie pueda echarme, donde no sienta que sobro ni que soy una molestia. Un sitio donde me sienta segura.

Lo cual quiere decir que necesito dinero.

Las piernas me llevan instintivamente por Cornell Street y luego siguen por Lambert. Está oscureciendo y las luciérnagas brillan en las copas de los árboles. Hay menos tráfico, pero, al cabo de una hora y a medida alejándome de la ciudad, este se intensifica. A pesar de que hay casas a ambos lados de la calle y tiendas y gasolineras en las esquinas, la iluminación es cada vez menor, de manera que no me aparto de la acera ni de la agradable luz que proviene de los porches.

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