C a p í t u l o 11

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S I L V I A

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S I L V I A

«¿Me gusta hablar contigo?» ¿Qué he dicho que sea tan fascinante? Río al exhalar y sacudo la cabeza mientras pelo patatas para la cena.

A lo mejor es porque no tiene a mucha gente más con quien charlar. Ha vivido solo tantísimo tiempo que quizá ahora cualquier conversación le parece interesante. No tenemos absolutamente nada en común.

Pero la verdad es que... me ha encantado que me lo haya dicho. ¿Por qué quiero gustarle tanto? ¿Y por qué, cuando me di cuenta de que él no estaría en la fiesta, lo que menos me apeteció fue salir ahí fuera con los demás?

Levanto los ojos y miro por la ventana. Está en el patio trasero, podando el árbol que hay al lado de la valla que separa su patio del de Cramer y sujeta un artilugio portátil largo que llega hasta las ramas más altas. Comenté que el huerto no tenía suficiente sol y se ha encargado de resolver ese problema. Sin que se lo pida.

El huerto me gusta más de lo que realmente admito delante de Jorge. Es como un rinconcito solo para mí que, cuando me vaya, seguirá ocupando el mismo lugar. Eso me reconforta.

Las semillas ya están sembradas y los aspersores dedican unos minutos a rociar la tierra cada día, por la mañana y por la noche, religiosamente. Ahora hasta me gusta oírlos a altas horas de la madrugada, cuando todavía está oscuro, no se ha despertado nadie y en la cocina solo estamos mi café y yo.

Todo esto ya se está convirtiendo en un lugar familiar y acogedor. Como si fuera mi hogar.

Clavo el cuchillo en la piel de la patata, áspera y rugosa. «Típico.» Siempre acabo enganchándome a algo pasajero. A la idea de que mi madre volvería a casa cuando era pequeña, a Nick, a Jay, a mi piso y al deseo de tener mi propia casa... Sigo siendo tan sentimental que incluso me doy lástima a mí misma. Dejo el cuchillo clavado en la tabla de cortar y saco unas cuantas patatas más de la bolsa.

Y por si eso no fuera suficiente, llevo todo el día pensando en lo de anoche. Y no hablo precisamente de la fiesta.

El pastel de cumpleaños, los casetes, cómo tonteamos... Y que se acordara de mi tradición de soplar una vela y pedir un deseo. Siento un aleteo en el corazón y sonrío, aunque luego frunzo el ceño porque estoy confundida y no quiero sentir todo eso.

Anoche soplé una cerilla y pedí lo mismo que la noche en la que le conocí en el cine. En ese momento, me sentía genial y quería poder sentirme así cada día. No pedía más.

No quería cambiar nada ni quería algo que no tenía; solo quería sentirme exactamente así al día siguiente. Y al siguiente.

Sentir que se acuerdan de mí. Sentirme especial, feliz.

Y él me hace feliz.

Me hace feliz de la forma en la que debería hacerlo mi novio.

Lo veo salir por el rabillo del ojo mientras pelo otra patata. Aunque intento contenerme, acabo desviando la mirada hacia él.

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