S I L V I A
—Oye, ¿puedes recogerme a las dos? —Sujeto el teléfono con el hombro mientras cuento el dinero y lo guardo en la caja registradora—. Ash no ha venido porque tiene a la niña enferma y nadie más puede llevarme casa.
—Claro —responde Cole—. No hay problema. Cuenta conmigo.
Después de nuestra última discusión, la situación ha evolucionado tal y como sospechaba. Llegó a casa calmado y con unas copas de más, se metió en la cama, nos acurrucamos y se nos pasó. Las cosas ya casi han vuelto a la normalidad (o a lo que viene a ser normal para nosotros, al menos), tanto que prácticamente no me ha importado que intentara arrastrarme a la ducha con él esta mañana. Cuando hemos entrado en el baño, hemos visto que su padre había arrancado el lavabo y había empezado a levantar las baldosas de la ducha. Su lista de partes de la casa por reparar ha avanzado y ahora le ha llegado el turno a nuestro baño. ¿Cómo no nos hemos despertado con el ruido? ¿Y a qué hora se ha levantado Jorge hoy?
—A las dos ya habré terminado —repito a la vez que cierro la caja.
—Apuntado. Te quiero.
—Y yo a ti —respondo antes de colgar.
Jorge me ha estado arreglando el coche y, en lo que estoy segura de que ha sido un esfuerzo por suavizar las cosas, hoy Cole le ha ayudado. Lo que no sé es cómo voy a pagarle todo esto a su padre, porque soy consciente de que se está gastando una pasta en material, aunque finja que el tubo de escape que ha comprado le ha salido tirado o que ya tenía esos neumáticos sin estrenar por ahí. Cuando estoy en casa, intento esforzarme en hacer todo lo que puedo y más. Esta mañana, por ejemplo, he preparado el desayuno para todos e incluso he apartado los cojines para limpiar el sofá. El otro día planté algunas flores en los márgenes del jardín trasero para que quedara más bonito, y Jorge estuvo de acuerdo con que lo hiciera siempre y cuando no pusiera flores dentro. Cuando pienso en lo cascarrabias que puede llegar a ser a veces, me entran ganas de reír. Es muy gracioso.
Al cabo de unas horas, solo puedo pensar en llegar a casa. Estoy reventada y me duelen los pies de llevar tanto rato con las Converse puestas. Iré directa a la cama; no puedo más.
Me hago una coleta, cuento el dinero, lo vuelvo a colocar en la gaveta y la meto en la caja fuerte. Tapo las botellas de alcohol, friego los platos y apago las luces. Al terminar, miro a través de la ventana y veo que el coche de Cole está aparcado en la acera. Sonrío. Qué bien que haya llegado a la hora.
Soplo las velas que siguen encendidas en la barra con los ojos cerrados tomando una bocanada de aire para cada vela. «Ojalá mañana sea mejor que hoy.» Ese es mi «deseo comodín» cuando no se me ocurre qué más puedo querer, y cada día estoy más cerca de que se haga realidad.
Cojo la cartera de la uni, me guardo las propinas en el bolsillo, salgo y cierro la puerta con llave. Mis pulmones agradecen el aire fresco del exterior. Aprovecho que la ventana trasera del coche está bajada y tiro la cartera antes de abrir la puerta del copiloto. Me siento al lado de Cole y le dedico una sonrisa cansada a modo de agradecimiento.