Soliloquios

LXXX

Entiendo que cuestionar es una práctica dolorosa debido a que como decía Camus, pensar es comenzar a estar minado. Pensar significa agujerear cada una de tus creencias, cada una de esas opiniones que formaron parte de tu vida, que fueron causas de tus acciones, justificaciones para comportamientos y apariencias. La duda entonces es el camino del valiente. Valiente que abre su corazón, lo rasga, en búsqueda de cualquier vestigio de la verdad. Pensar significa dudar. Empero, existe un riesgo, una condena para muchos —incluyéndome— que nos vemos absortos por la duda, como si de una arena movediza se tratase. Cualquier ápice de luz es rápidamente engullido por la oscuridad del cuestionamiento. Llegamos así a vernos presos de las dudas, cuando se suponía en principio que acudíamos a ellas por miedo a quedarnos presos de nuestras convicciones.

¿Cómo sé que lo que veo no es más que voltaje generado por mi cerebro? ¿Dónde se esconden todos los conceptos de nuestro lenguaje? ¿Cuál es el refugio metafísico del ideal? No en vano Segismundo se encontraba en el bache de la ilusión. René Descartes utilizaba la duda como herramienta para encontrar una certeza. El método se basa en cuestionar todo lo que previamente se tiene presupuesto como cierto hasta llegar a una premisa incuestionable. Pero, si hoy nos encontramos en un mundo donde la verdad es subjetiva, ¿Cómo llegar a ese primer paso?

David Hume sólo creía en lo que podía percibir mediante su experiencia, por eso asumía que el concepto de sustancia era mera ficción —yo lo tacharía de incognoscible—, entonces ¿Dónde queda el infinito, la perfección, el amor, la libertad? Todos son ideales que según este pensamiento, no existirían. Fernando Pessoa decía que si uno imaginaba un árbol verde, el color que podía ser recreado en nuestro pensamiento sería infinitamente más verde que cualquier pedazo de materia física que fuese de ese color.

¿Cuáles son los límites de nuestro entendimiento? ¿Vivimos dentro de un delirio generalizado?