XCVIII

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Llegué a esa avenida en donde tantas veces la he dejado, conocida esquina que había presenciado un tierno beso aquel día final de clases. Me senté a esperarla. Recuerdo mirar ese semáforo, y jugar a ser dueño del tiempo para que mi retina pudiera ver el preciso momento en que ella llegase. Hacía calor. Ahí apareció, –no sé qué mirada habré puesto–, estaba alucinantemente preciosa; un fresco cabello, oloroso siempre con sus divertidos lentes y mis posesiones absolutas, sus lunares, adornando una tez bien ruborizada. Siento que en ese instante todo volvió a su lugar.

—Transcurrió una tarde tan hermosa que cualquier intento por describirla sería injusto, por lo que omitiré cualquier tipo de detalles a la imaginación del lector—

En una engorrosa caminata con muchas miradas molestas y pérdidas de mi volátil temperamento, regresamos al semáforo en donde todo había comenzado. Solo quedaba esperar el bus, empezaba a asomar el ocaso. Volteo para verla con su alborotado pelo y gesto agridulce, consciente de la inmediata despedida. Una vez se montó al carro volví al mundo real; bocinas, humo y gente taciturna en la calle mientras yo como humano recién bajado del Olimpo empezaba a procesar uno de esos días que se te quedan grabados en la memoria.

De vuelta a casa, ya el resto es rutina. Recién ahora, termino de escribir del jueves más lindo de mi historia, como para nunca olvidarlo, y que ella –bien olvidadiza– nunca lo olvide.

SoliloquiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora