Capítulo 13

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Al levantarnos al día siguiente he de decir que dormimos mejor de lo que cabía esperar. Mi cama de matrimonio había dado cobijo a tres personas; Laura, Caye (que también se quedó a dormir porque no era suficiente meter a tres personas en una casa de uno) y yo. Y en el sillón Rocío e Iván, con una almohada de por medio. Y no porque Rocío no se fiara de los instintos primitivos de Iván, sino porque este estaba acostumbrado a cama de metro y medio y siempre se extendía cuanto pudiera, y claro, si duermes con otra persona, molesta. Y lo sabíamos porque no era la primera vez que habíamos hecho una pijamada durmiendo con colchones tirados en el suelo, porque siempre terminábamos nosotras encogidas y este todo estirado. Que luego dicen de nosotras, pero ojo con ellos...

Era muy pronto, pero teniendo en cuenta que solo pasarían unos días conmigo quise aprovechar todo el tiempo que pudiéramos. Ya estábamos en época de pasar calor y también se notaba que de noche descansas peor y menos. Y en Madrid hacía calor pero el sur es otra cosa.

–La virgen, y me quejaba yo de Madrid y su bochorno –Laura se secó la frente llena de sudor. Y eso que todavía no había dado tiempo a calentarse la casa a esas horas. –Este calor es más pegajoso y pesado.

–¿Os apetece ir a una cafetería conocida del pueblo? Es de mi tío –se ofreció Cayetana. Todos estuvimos de acuerdo en que nadie quería hacer el desayuno, más que nada porque la noche anterior con la tontería de los cubatas habíamos dejado la cocina empantanada y no teníamos ninguna gana de recoger.

Nos pusimos ropa ligera y corta y debajo el bañador para poder quedarnos en la playa después de desayunar y así aprovechar al máximo.

–¡Buenos días! –exclamó el tío de Cayetana cuando entramos por la puerta. Esta se acercó a darle un abrazo y nosotros nos sentamos en una de las mesas de la terraza a esperar que terminaran de saludarse. Era una cafetería muy acogedora, con sillas veraniegas de paja y mesas madera de color claro, y todo el exterior e interior pintado del característico color blanco del pueblo. Había adornos de plantas como palmeras, potos e hibiscos. Una mezcla perfecta para mí; casa.

Habíamos pasado muchas mañanas y tardes en la cafetería de su tío, y yo le tenía un cariño especial porque era un amor.

–Qué bonito me parece el acento gaditano –dijo Iván, mirando descaradamente cómo mi amiga continuaba hablando con su tío. Después fue a saludar a sus padres, que todos los fines de semana desayunaban allí. A pesar de ser un pueblo pequeño sin apenas turismo, la cafetería se llenaba casi todos los días, porque no había otra que preparara igual los cafés ni que tuviera los dulces tan ricos como en la del tío de Cayetana.

–Sí, ya, el acento –ironicé. –Después de cuatro años vengo a enterarme de que te gusta mi acento –este no tuvo tiempo de rebatirlo porque los dos vinieron a la mesa a tomar nota. Caye era así; siempre que podía echaba una mano, y a cambio su tío muchas veces nos había invitado a lo que fuera que tomáramos.

–Bueno, bueno, tenemos forasteros por aquí –sonrió con la libreta en la mano. –¿Qué le ponemos a los madrileños? –Les recomendé el pan con tomate y aceite que hacían o los croissants de mantequilla, que estaban de rechupete.

–Pues queremos cinco cafés con leche, tres de pan con tomate y dos croissants.

–Pero luego no me andéis diciendo que los cafés saben raros por el agua, que parece que a los de Madrid os dan comisión por venderla.

Caye y yo nos reímos de la broma que claramente entendíamos todos los que no fuéramos de Madrid.

–Es que el agua de Madrid está rica –se defendió Iván cuando el tío de Caye se fue a por nuestro desayuno.

Patio compartidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora