Capítulo 9

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Eva

Cuando él entró a lomos de su caballo de guerra en el patio del monasterio, ya sabía que ese sería mi último día. Había tardado cinco días en llegar, pero finalmente ya estaba aquí. Seguramente, mientras bajaba las escaleras para llegar hasta él, le estaban notificando que llegaba tarde para cumplir con la última voluntad de su tía.

No es que fuese demasiado correcto que una novicia corriese por las escaleras, pero no temía las represalias por mi falta de educación, a fin de cuentas, ese iba a ser mi último día de vida ¿qué era peor que eso?

Cuando crucé la puerta que conducía al patio, mi estómago dio un vuelco, y puedo decir que casi me quedé sin respiración. El hombre que me observaba desde lo alto de aquel enorme caballo era el más atractivo con el que nunca antes me había cruzado. Fue lo que se llama amor a primera vista. Ahora puedo decir que aquella fuerte impresión no era debida a otra cosa que a mi limitado conocimiento de los hombres. Era una niña que solo conocía a algunos granjeros, aunque no se fijó demasiado en ellos. Luego estaban los monjes Custodios, que gestionaban las muertes asistidas en el lecho del Río Seco, anexo a nuestro monasterio. Ellos controlaban todo, sobre todo las arcas de las donaciones.

Pero ningún hombre era como aquel jinete; alto, fuerte, imponente con su armadura de caballero, y con aquel aura de poder rodeándole. No era un simple soldado, era un capitán que lideraba a la tropa. Luego me enteré de que en realidad era uno de los generales del rey, pero eso entonces no lo sabía, y tampoco me habría importado. Para mí, era el hombre con el que toda adolescente de mi edad soñaría con encontrar, o mejor dicho, el que la escogiese como esposa.

—¿Eres tú la testamentaria de mi tía Dania? —Su voz reverberó dentro de mi pecho como un tambor gigantesco. Me quedé paralizada, por lo que él tuvo que descender del caballo y acercarse a mí y repetirla. —¿Eres tú la testamentaria de mi tía Dania? —Asentí mientras recuperaba la voz

—Sí, soy la testamentaria de la Madre Dania. —No pude apartar la vista de sus manos, pues se estaba quitando los guantes.

—Siento haberla decepcionado, pero a veces las obligaciones con el rey pesan más que las de la familia. —Tomó mi mano entre las suyas. Me sentí pequeña, frágil entre aquellas dos piezas de hierro caliente, pero al mismo tiempo protegida. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza, haciendo que mi corazón vibrase.

—Sentimos su pesar, Lord Devian. ¿Podemos ofrecerle un refrigerio antes de que regreséis con vuestros hombres? —Ese era el prior del monasterio, aquel cuyas maquinaciones debíamos detener. Decir que estaba feliz de que el ejército se alejase d ellos muros del monasterio era quedarse corto.

El prior ya estaba nervioso ante la solicitud de la Hermana Dania de que la acompañase en sus últimos momentos un familiar, pero no uno cualquiera, sino el que tenía bajo su mando varias de las tropas del rey, pero no podía negarse a cumplir con la última voluntad de una Hermana del monasterio. Si ella hubiese muerto en sus aposentos, su secreto habría sido descubierto o muerto con ella, ambas opciones le beneficiaban. Pero el que su joven aprendiz hubiese sido la escogida, ante el sospechoso avance de su enfermedad, no le pareció tan malo. ¿La vieja vidente le habría confesado su secreto a una niña de 16 años?

Durante aquellos 5 días era vigilada de cerca por los monjes, y diría que por varias de las otras hermanas, por lo que tuve que encerrarme en mi celda la mayor parte del tiempo, fingiendo un abatimiento que exageré.

Como mi tutora decía, los muros del monasterio tenían oídos, por eso me enteré de que habían hecho llamar a una reveladora para sonsacarme la confesión de Dania, alguien que obedecería al prior si dudar de sus intenciones.

La legión del Fénix - Estrella Errante 4Donde viven las historias. Descúbrelo ahora