Eva
El Prelado Supremo de la Orden me observaba con asombro, asimilando lo que mi brazalete de identificación le confirmaba. No solo era mi ADN y la edad de mi gema la que confirmaba mi identidad, sino que tenía a su lado a una Hermana Reveladora para corroborar mis palabras. La persona que tenía frente a él era Eva de Rio Seco, Reina Amarilla. Pero ya no era una anciana en sus últimos días, era una mujer joven con todo un futuro por delante.
—¿Cómo...? —se atrevió a preguntar.
—Fue un regalo de la Reina Blanca y del gran árbol blanco. No lo pedí, pero está aquí. —expliqué. Sabía que sentía envidia, porque él estaba al otro lado de del ecuador de su vida. Constatar que había una manera de resetear nuestro envejecido cuerpo y ponerlo de nuevo casi a cero, era lo mismo que renacer. Se intentó reprogramando la gema, pero no se había conseguido, su código no aceptaba ese tipo de modificaciones, al menos por nuestra parte, porque estaba claro que el árbol blanco podía hacerlas. No sabía cómo, pero lo había hecho.
—Asombroso. —reconoció.
—El motivo de mi visita no es por este cambio, sino por un asunto más vinculante. —No quise decirle que sí que mi cambio había propiciado mis ganas de cambio de mi situación.
—La escucho, Hermana. —Extendió la mano de forma condescendiente, para que tomase asiente en la silla frente a él. Podía parecer un despacho austero, pero aquella enorme mesa de madera gritaba poder como ninguna joya podría decirlo.
—He encontrado esto. —Tendí los documentos que había solicitado en el viejo Monasterio de Rio Seco. El Prelado los tomó y los estudió con minuciosidad.
Seguramente estaba acostumbrado a trabajar con documentos digitales, más fáciles de tramitar, más cómodos de archivar y mucho más respetuosos con los árboles de nuestro planeta. Pero había algunas tradiciones que seguían inalterables en los viejos monasterios, sobre todo cuando se trataba de manipular documentos tan antiguos que no soportarían bien la exposición a equipos modernos.
—Esto no debería ser correcto. —dijo con el ceño fruncido.
—Pero lo es. Puede enviar un inspector para verificarlo. —El prelado dejó los documentos a un lado para entrelazar sus dedos.
—Es un error administrativo que se puede corregir, no se reocupe, Hermana. Podemos inscribirla de nuevo en el registro, dejando constancia de su servicio a la Orden hasta este momento.
—El caso es que no quiero. —Sus cejas se alzaron sorprendidas.
—¿No quiere? ¿Entonces por qué ha venido a mostrarme este fallo? ¿No desea solucionarlo? —preguntó desconcertado.
—Lo que no quiero es que me inscriban de nuevo.
—No entiendo. ¿Por qué mostrarme que este trámite está mal, si no desea corregirlo?
—No, lo que no entiende, es que no deseo ser inscrita de nuevo, no deseo realizar de nuevo el juramento de lealtad a la Orden. Solo he venido a mostrarle, que según la ley vigente en el momento de mi juramento, que es la que se aplica en estos casos, mi inscripción en el registro como fallecida me libera de mi juramento de lealtad y servidumbre a la Orden. —Su rostro se endureció, pues empezaba a entender qué era lo que ocurría.
—Hermana Reveladora, retírese. —La joven novicia inclinó la cabeza y obedeció, dejándonos a ambos a solas. Él no quería que otra persona estuviese presente en un acto de rebeldía como aquel. Es más, no quería un testigo de la Orden que viese como alguien de dentro salía, se liberaba de los votos opresivos y restrictivos sin ningún tipo de represalia. —No puedes hacer esto, Eva. —Me tuteó sin ningún formalismo. Él podía ser el Prelado Supremo de la Orden, pero yo era la reina amarilla.
—Puedo, y de hecho le estoy informando que lo estoy haciendo, así que todo el proceso ya ha sido realizado. A partir de este momento soy una persona libre, sin ningún tipo de atadura con la Orden.
—¡No puedes hacerlo! —Se puso en pie, encolerizado. —Te hemos puesto la corona Amarilla, nos debes obediencia.
—Primero, la corona me la puso el Tribunal, el suyo fue solo un voto. Y segundo, como miembro liberado de la Orden no les debo obediencia alguna. Lo único que me queda es devolverle las ropas que llevo encima, pues son un préstamo de la Orden, ya que no se nos permite ninguna propiedad. —Me puse en pie para empezar a quitarme la túnica. —Y se la devuelvo ahora mismo.
—Si te vas, te expulsaré. Estarás marcada para siempre como una excomulgada. —La arteria de su cuello se hinchó mientras gritaba.
—No puede excomulgar a alguien que no pertenece a la orden. —dije con tranquilidad.
—Es tu palabra contra la mía. —Levanté la vista hacia él.
—¿Rompería la regla de la Orden de no mentir? —pregunté.
—Es fácil jugar con las palabras para confundir a las personas y que crean algo que no se ha dicho. La Orden lleva jugando a eso desde tiempos inmemoriales. —reconoció con arrogancia.
—Lo sé, por eso he hecho copias de los documentos, y estoy grabando esta conversación. —Señalé mi brazalete de identificación. Cuando me convertí en la reina Amarilla, el protocolo dictaba que tenía que llevarlo siempre encima. Y no, no pertenecía a la Orden, sino que había sido suministrado por el organismo legal competente.
—Serás...—Su amenaza murió en su boca, porque si lo estaba grabando no podía pronunciar una blasfemia que fuese reproducida.
—Libre. —terminé por él.
—Esto no va a quedar así, solicitaré que te sea retirada la corona. Ya no puedes representar al pueblo amarillo, porque los votos que se suponía cumplirías durante tu mandato han sido borrados. Le transmitiré la solicitud ahora mismo al Tribuno, para que tramite tu repudia como reina. —Había en su mirada una promesa de venganza que no era difícil confundir. Iba a ir por mí con todos los medios a su alcance. Me castigaría por mi acto de rebeldía, y estaba segura que no pararía hasta conseguirlo.
Pero me daba igual, ya había asumido que la Orden me castigaría. Pero lo que ganaba a cambio era mucho más de lo que ellos podrían quitarme. La corona Amarilla no es más que un símbolo de poder, y yo no quería eso. Lo único que deseaba era una vida junto a Kalos, formar una familia algún día. El poder, las influencias, no me importaban. Puede que para un hombre como él sí, pero no para mí. Está claro que teníamos prioridades diferentes.
Dejé que la túnica cayese a mis pies, mostrando mi cuerpo desnudo con orgullo. No me sentiría avergonzada, ni delante de él ni de nadie.
—Haga lo que crea que tenga que hacer. —Me giré hacia el colgador donde había dejado una capa de viaje, una que había traído conmigo, y que había sido un regalo de alguien sin ninguna vinculación a la Orden. Me cubrí con ella, la cerré lo mejor que pude, y salía de aquel despacho.
La mujer que salía de aquella habitación era libre, había dejado atrás la Orden, había dejado atrás una vida de servicio y obediencia, y miraba hacia adelante en pos de un futuro diferente y lleno de esperanza.
Cuando salí del edificio, lo primero que hice fue tomar una profunda bocanada de aire que me pareció más limpio, más ligero. Aunque puede que la que sintiera más ligera fuese yo, a fin de cuentas, me había quitado un gran peso de encima.
Mientras caminaba en busca de un transporte que me llevase al edificio del Tribunal, iba formando en mi mente las palabras que quería transmitir. En cuanto estuve sentada, mis dedos buscaron el contacto de Kalos en mi comunicador.
—Soy libre, y tuya si lo deseas. —Envié el mensaje, esperando que en algún momento llegase a mi amado. Mi amado. Esas dos palabras llenaron mi pecho como no lo hicieron con mi otro gran amor, porque ahora sí podía entregarme completamente, porque ahora sí podía disfrutar de ese sentimiento compartido sin tener que ocultarme.
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La legión del Fénix - Estrella Errante 4
Science FictionLa reina blanca necesita hacerse más más fuerte, porque el enemigo que está por aparecer no solo se oculta, sino que tiene dominado al segundo ejército más poderoso de todas las casas, y se ha estado preparando para este enfrentamiento durante mucho...