Julián Álvarez tenía siete años cuando una pava con agua hirviendo le cayó sobre el brazo. Nunca había sido de esos chicos traviesos que no se los puede dejar solos a la hora de la siesta porque juegan con las hornallas; era, más bien, de los que no se los puede dejar solos porque se comen todo lo que encuentran en las alacenas. Ese hábito lo desechó por completo a los siete y medio, poco antes de su cumpleaños.
Recordaba con lujo de detalles que había pegado un grito que debió haber sido alarmante, puesto a que Adriana, su tía, abrió la puerta de su cuarto a toda velocidad. El picaporte hasta había dejado una marca en el tapizado de la pared que su tío se quedó observando antes de reaccionar y llamar a una ambulancia.
Incluso cuando el susto ya había pasado y se encontraba ligeramente sedado bajo un foco de luz enceguecedor, Julián aún sentía el miedo carcomiéndole la piel. Le dijeron que le iba a quedar una cicatriz, y así fue.
Desde ese primer momento asoció el peligro con todas estas cosas: gritos, ya sea suyos o de otras personas, la sirena de la ambulancia —que luego evolucionó a la radio en volumen mínimo una vez que su tío consiguió una camioneta— y él mismo respirando tan fuertemente que resonaba en todo su cráneo. Creer que había peligro en todos lados era una buena forma no de tenerlo miedo sino respeto; cuando Julián caminaba a través de un callejón vacío, que a veces podía transformarse en los pasillos de la escuela, era como si se viera a sí mismo pero fuera de su cuerpo, y eso le posibilitara analizar todas las opciones. Afrontar el peligro, por lo tanto, no era una de ellas.
Podría ser un buen narrador en un libro de otras personas porque, ciertamente, siempre estaba ahí. En algún lugar. Cuando el chico de su clase obsesionado con contarle cosas le hablaba de lo que había pasado en la joda del viernes Julián tenía que romper su ritual de jamás responderle para exclamar "Ya sé, yo estaba". No había nadie en la ciudad de Buenos Aires que se especializara más en el arte de pasar desapercibido que Julián.
Era por eso, quizá, que la llegada de Enzo al colegio fue toda una revolución. Apellidado Fernández, era ya el tercero de sus hermanos que pasaba por allí. Pasó de ser el chico nuevo a simplemente Enzo en cuestión de semanas. Todos hablaban de él. Cuando les tocó hacer juntos un ensayo de literatura, Julián puso los ojos en blanco.
A Enzo era muy difícil ubicarlo dentro de la escuela. Nunca estaba en ningún lugar. Algunos decían que durante los recreos se escapaba hacia la terraza a fumar pero Julián tomaba esa clase de información con pinzas por el simple hecho de que también decían eso de él al principio. Buscó en la terraza la mañana del lunes, aún así. Sólo encontró a Cristian comiéndose a una chica de sexto.
—Che, ¿vieron a...? —su voz se fue apagando a medida que oía los choques bruscos de ambas bocas. Se dio media vuelta —Vuelvo después.
—¡Eh, Juli! —gritó el muchacho, poniéndose de pie a los tropezones — ¿Qué hacés, gato? ¿Cómo estás?
Julián observó con una ceja arqueada a la chica que parecía tener el mismo pensamiento que él: ¿Cristian la iba a dejar, así como así? —Enfermo —se sinceró —. Pero ya estoy mejor. Por eso volví.
Parecía como si en tres simples días hubiera pasado un torbellino por aquellos pasillos. No exactamente por la ausencia de Julián, sino más bien por el cartel que estaban colgando en la entrada justo cuando sonó el timbre. Él y Cristian comenzaron a bajar las escaleras y ambos hicieron una mueca cuando un estudiante derribó sin querer al portero, siendo el extremo en donde decía "Egresados" lo único de lo que podía agarrarse en el aire.
Esquivaron la avalancha de estudiantes mientras Julián abría todas las puertas que podía y echaba un rápido vistazo adentro. Cristian frunció el ceño.
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todo niño sensible 》julienzo.
Fanfictionjulián no está al fondo del último eslabón social pero se mantiene al borde, teniendo que lidiar con su vida escolar, un mejor amigo que no puede estar un segundo sin besar a una mujer y el hecho de que se convierte en un superhéroe de la noche a la...