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Scaloni llevó un reloj al sótano que se encargó de colgar en la pared rápidamente. De esta manera, se les era más fácil ubicarse con los horarios: cuando la aguja más corta caía en el tres, era turno de Paulo; cuando cayera en el seis era de Julián y, por fin, el científico se desvelaba de noche, cuando ya ni una luz exterior los iluminaba y pensaba para adentro que debería conseguir otro foco.

Con Paulo era el que menos el villano charlaba. Por supuesto, Paulo era amable y gentil y sus ojos eran como medialunas cuando sonreía pero estaba tan comprometido con su trabajo que esa personalidad, por un instante, se esfumaba. Simplemente se sentaba en la silla con una pierna cruzada sobre la otra, un libro en su regazo y lo ojeaba cada un tiempo determinado.

Lionel no bajaba la guardia en ningún momento. Incluso había veces en que parecían estar jugando a quién parpadea primero y Scaloni, como en todo, no permitía que otro tomara la delantera. Por eso es que también era bastante dócil a las provocaciones.

Entre él y Julián no se sabía quién miraba más tiempo el reloj de la pared. Como esperando que aquellas tres horas se acabaran en tres pasadas más del minutero.

Pero así y todo, con este abismo diferencial entre formas de ser y formas de echar un ojo, el prisionero lograba poner nervioso a cada uno por separado si se lo proponía lo suficiente.

Paulo recién acababa de sonarse la nariz con un pañuelo de tela para cuando habló por primera vez desde su turno.

—¿Qué leés?

El muchacho lo ignoró y se lamió la yema del dedo para pasar de página.

Suspirando, el hombre continuó: —Seguro tu jefe te prohibió que me respondas, ¿no?

De repente, Paulo soltó una risa ahogada.

—¿Qué?

Paulo supo recomponerse rápidamente, pero el fantasma de una sonrisa quedó rondando en sus labios. —"Tu jefe". Lo hacés sonar como si fuéramos una banda de mafiosos.

El villano le echó un rápido vistazo a su alrededor: las moscas volaban sobre su plato de comida de la noche anterior y la luz amarillenta titiló, una vez más.

—Samaritanos tampoco son.

—Perdón si no te trajimos a una suite cinco estrellas después de haber destruido todo Buenos Aires.

—Les encanta exagerar a ustedes —el hombre soltó un suspiro y se echó contra la pared —. Ni siquiera maté a nadie.

Paulo podría haber respondido que era verdad pero que muchas personas habían salido heridas, la mitad de ellas estaba traumatizada o hasta que seguro que ganas no le faltaban, pero hizo todo lo contrario. Mantuvo su silencio de hierro.

—¿No me vas a preguntar si planeaba hacerlo?

—Mirá —Paulo cerró bruscamente el libro sobre su falda y enganchó sus ojos por primera vez en un tiempo —. No me importa nada de lo que puedas llegar a decirme. No estás acá para que te saquemos información, así que si disfrutás de tu suite un rato en silencio te lo agradecería.

El tono pasivo agresivo en su voz aún no lograba intimidarlo, y Paulo se sentía una maestra jardinera discutiendo contra una bestia de cinco años.

—Okey. No más preguntas —exclamó, revoleando los ojos —. ¿Te molesta si canto en voz baja?

Paulo lo analizó un momento y luego decidió, con una ceja levantada, que eso no lastimaría a nadie. Negó con la cabeza y se volvió a hundir en su lectura.

Sin embargo, el hombre desafinaba. Demasiado. Ni siquiera tenía que tener algún tipo de estudios en la universidad para saber que aquello que estaban sufriendo sus oídos debería ser ilegal.

todo niño sensible 》julienzo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora