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La abuela de Enzo había sido criada frente a un matadero. Desde que tenía memoria que era despertada cada mañana por los gritos de los cerdos antes que los cacareos del gallo, y hasta que se iba a dormir no dejaba de escucharlos. Pero el campo era tranquilo, así y todo. Era un buen lugar para tener una familia, así que se enamoró de un porteño rico que estaba construyendo su casa de verano al lado de la suya y tuvieron tres hermosos y sanos hijos.

Uno de ellos, sin embargo, expresó su descontento por casi todo a su alrededor desde temprana edad. Que ella no quería comer animales muertos, que la música que sus abuelos escuchaban era aburrida y, sobre todo, que no quería vivir en el campo para siempre. Analía también se enamoró y tuvo dos hijos, una nena y un varón, pero no le fue tan bien como a su madre: la abuela de Enzo sostenía que su capricho con el divorcio tenía que ver con otra de sus jugarretas en su contra, y la demonizó por ello muchos años.

Mientras tanto, Analía era feliz en algún lugar de Buenos Aires con un trabajo al que tenía que asistir con camisa y corbata, tal como su nueva pareja, y un apartamento que era capaz de albergar a todos. Nunca había planeado formar otra familia, así que el tercer embarazo llegó como una sorpresa inesperada pero gratificante; pasaba horas leyendo el libro de nombres para bebés y, a pesar de que ninguno le convenciera en realidad, la idea la emocionaba.

Dio la casualidad de que su pareja no se encontraba en la ciudad cuando Analía entró en trabajo de parto, y la persona a la que decidió llamar fue su madre. Cuando ya tenía al bebé en brazos y una sonrisa en su rostro, su madre cruzó el umbral con cierta duda. Analía podía decir que había estado todo el camino con la cara dura y que por eso fue tan brutal su cambio de expresión, aún si hacía cinco años que no la veía regularmente.

La abuela de Enzo acarició el poco cabello que tenía el bebé y rió tiernamente, ignorando su llanto cansado. —Nació en el día de San Jeremías —dijo, y levantó la mirada —. Eso es una buena señal.

Analía esbozó una sonrisa antes de finalmente quedarse dormida por un buen rato. Cuando llegó la enfermera preguntando por el nombre del bebé que se prendía como garrapata al dedo de su abuela, ella miró a su hija en un profundo sueño y se paniqueó. Terminó poniéndoselo en el momento: Enzo. Enzo Jeremías. Así se llamaba el héroe de las leyendas de campo que le contaba su madre, y sabía que eso era lo único que su nuevo nieto conservaría de su lugar natal.

Enzo siempre supo qué pasaba a su alrededor. Su familia ya no vivía frente a un matadero, pero ciertamente la carne llegaba a su plato y él sabía de dónde venía. También siempre supo que se iba a volver famoso. No porque creyera que hubiera un campo en el que sobresalía más que el resto, sino que simplemente sabía. O quizá era aquella manía de verse en tercera persona por momentos, como si estuviera en un documental. Quién sabe.

No obstante, nada que supiese por adelantado podía prepararlo para lo que fue la escuela primaria. Enzo tenía que cuidar a los mellizos de tres años a la par que descubría que la crueldad de las personas no era sólo hacia los animales sino también a sus pares. Estaba este chico de nombre yanqui que lo molestaba por cada cosa que hiciera.

—Enzurri —había veces que llamaba su nombre de la nada en medio de una clase, y Enzo podía sentir sus manos tensas alrededor del lápiz —. Él respeta tanto a las mujeres que ni siquiera gusta de ellas.

A veces sus bromas eran buenas, a veces no. A veces Enzo le tenía paciencia y a veces no. Nunca hacía nada. No hasta que su padre se enteró, y no le aconsejó arreglarlo pacíficamente ni avisarle al maestro; él fue por el premio grande. Le dijo que respondiera. No con palabras, porque no sabía usarlas. En cambio, lo mandó a boxeo y se comprometió a firmar su sanción luego.

todo niño sensible 》julienzo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora