CAPÍTULO 37

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ALICE


—¡Alice!

Era una voz muy familiar. Volví la cabeza a la derecha y ahí estaba ella, tan guapa como siempre.

Pelo castaño oscuro con matices negros, preciosos ojos azules, una piel pálida que llamaba la atención... Además, era extrovertida y juguetona. No le faltaba nada.

Si la veías en la calle, estaba dando saltos.

Si cocinabas con ella, te tiraba harina en la cabeza.

Si te daba un tirón de pelo, se iba corriendo.

Si le decías una grosería, sacaba la lengua y se iba como si nada.

Era perfecta en todos los sentidos.

La observé con atención, admirando su energía y vitalidad.

—¿Rígel? No puede ser... —dije, incrédula, levantándome del suelo.

—¡Alice! —repitió, pero esta vez con ira. Toda la ternura se evaporó de su voz.

Sentí un golpe en el pecho.

—¿Por qué...? —empecé a preguntar, pero mi voz se ahogó en mi garganta.

—¡Eso debería decir yo! —chilló, con los ojos inundados de lágrimas—. ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué me has hecho esto?!

—¿Cómo...?

—Me has matado, Alice. ¡Todo es tu culpa! ¡Todo!

—¿Por qué dices eso? —susurré, intentando tocarle la cara. Pero ella se alejó bruscamente en cuanto levanté la mano.

—¡Me has matado! —volvió a chillar, sumida en un llanto desconsolado.

Me cubrí la cabeza con las manos, sintiendo que iba a estallar. Cada palabra que decía era como un puñetazo en el estómago, un despertar brusco.

—Es mi culpa —me decía a mí misma, incapaz de contener la culpa—. Es... es... mi... culpa...

Rígel hundió sus uñas en mis piernas, pero yo no sentía nada.

No sentí la sangre.

Ni su tacto.

Ni su olor.

No noté nada, y eso dolió muchísimo más que sus palabras.

—¡Estoy muerta! —gritó, con la voz llena de dolor y desesperación—. ¡Estoy muerta, estoy muerta, estoy muerta...!

—¡Lo siento, lo siento, lo siento! —exclamé, con los ojos cerrados y el corazón roto—. ¡Perdóname, Rígel!

—¡No necesitaba esto, Alice! ¡Mírame!

—¡Lo siento mucho! —repetí, mirándola profundamente a los ojos. Quería absorber todo su dolor, deseaba que todo lo que había sufrido me pasara a mí en su lugar.

Quería darlo todo por ella. Incluso mi propia vida, si eso significaba que me perdonara.

—¡Estoy... muerta!



La pesadilla que me había atormentado hacía más de una hora seguía perturbándome con la misma intensidad que al principio. Por eso, me senté en la cama por quinta vez, sintiendo la mirada de Zaddyel sobre mí en cada movimiento, en cada lágrima que resbalaba por mi mejilla.

El Camino de Nuestras Almas © ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora