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ZADDYEL
Sería un puto mentiroso si dijera que no dolió. Que no sentí que me arrebataban la vida. Que no me mataba el no poder cambiar la realidad.
Si en algún trance de mi vida se me rompió el corazón, se me partió el alma, experimenté la verdadera soledad, definitivamente fue en aquel instante en el que Alice se alejó de mi lado como si le quemara seguir conmigo y caminó hacia casa.
Y se vio jodidamente preciosa. Enfadada, apagada, abatida, pero llena de emociones que parecían desbordarse en sus ojos.
Un poco rota, sí. Pero más fuerte, más valiente, más brillante. Era ella, caminando con miles de pedazos rotos que no volverían a volver a encajar nunca más, que no se podrían recuperar.
—Te estaré esperando, cielo. Vive con la misma intensidad con la que brillas siempre. —Fueron las últimas palabras que pronuncié en voz baja mientras apartaba la mirada y escuchaba cómo cada sonido de la puerta que se cerraba resonaba en mi corazón como un jodido crujido.
Me quedé unos minutos más frente a su casa, sentado, observando cómo todo se desvanecía en un recuerdo, dejando una huella indeleble en mi piel y en mis labios.
Ojalá hubiera sido como ella, capaz de superar todas mis batallas, las cicatrices, las huellas, y aún así, lucir tan entero. Ojalá hubiera sido un hombre que rompiera los esquemas, que dejara una marca sin convertirse en cicatriz. Pero no lo era. Yo era una mezcla de dudas y certezas que me dejaban sin respiración; una combinación de aciertos y errores que arrastraría de por vida; un trozo de equilibrio, con un toque de vértigo.
Tras cerrar y abrir los ojos varias veces, decidí, después de un largo tiempo de indecisión, enviar un mensaje a Isabella pidiéndole que fuera ella quien recogiera a Emily y que entrara en casa de Alice en mi lugar.
No me atrevía a hacerlo yo, era algo imposible, inadecuado, por no decir que rompería todas las "reglas" establecidas. Así que, cuando finalmente recibí su respuesta confirmando que ya estaba de camino, me levanté y me subí al coche rápidamente, arrancando y dirigiéndome al Bar la Pilareta.
No tengo ni idea de qué hora sería cuando llegué, pero lo que sí supe fue que sentía como si mi corazón se me saliera del pecho y que me encendí un cigarro mientras entraba en el bar y caminaba hacia la mesa de siempre, donde me encontré por casualidad a Grayson y Nathan.
Ellos me miraron al llegar, y observaron cómo arrastraba la silla hacia atrás con brusquedad y me sentaba cabreado, con la cabeza agachada. Y lo peor de todo fue que, en un intento por ayudarme, me ofrecieron un café y un trozo de pastel.
Esos chicos podían ser como un grano en el culo, pero los quería tanto que no me atreví a decirles que no me gustaba el sabor de ese pastel.
—Sabíamos que ibas a estar aquí —dijo Nathan, pero no pude descifrar su expresión. No podía hacer nada más que sentir dolor al no encontrar nada donde antes había tenido todo.
Con Alice, yo lo era todo. Ella sacaba lo mejor de mí y me hacía ser una persona mejor.
Y ya no estaba. Y yo estaba solo, hundido.
—Ya lo veo —murmuré, malhumorado, pasándome las manos por la cara.
—Y mira que tú no sueles venir aquí mucho —intentó bromear Grayson, y me dio un ligero apretón en el hombro—. No eres un borracho como nosotros.
Creo que fue la única vez en la que no me hice el imbécil con ellos, en la que realmente me desahogué y dije «¡a la mierda!», incapaz de seguir soportando la situación. Llevaba tanto tiempo evitando hablar de ello, diciendo cualquier tontería para cambiar de tema, que al final llegó un punto en el que no pude más.
—No estoy bien —admití, apartando las manos de mi cara y clavando los ojos en la mesa—. No, no estoy bien.
El hecho de tener que decirlo en voz alta, solo para asegurarme a mí mismo de lo que estaba pasando, lo empeoraba todo.
—Joder, Zaddyel. Danos un abrazo.
No mucho después de haber soltado esas palabras, Grayson se me abalanzó encima en un abrazo y Nathan le siguió de cerca. Y dejé que lo hicieran. Y lo sentí. Sentí que tenía apoyo después de todo, al fin y al cabo. Tuvo que pasarme una de las peores desgracias de mi vida para darme cuenta de lo que tenía a mi lado; de mis amigos, de mis amigas, de Emily. Todos estaban ahí. Siempre lo habían estado.
No obstante, ella era ella. Recordé nuestra primera y última canción juntos: la de aquella vez en que Alice sufrió un ataque de ansiedad y llevaba ya más de tres horas callada.
«Y así me recuerdes y tengas presente... Que mi corazón está colgando en tus manos...» Una canción llamada Colgando en Tus Manos de Carlos Baute y Marta Sánchez.
Creo que sabes a qué me refiero cuando digo que a veces caminamos por una cuerda floja, entre el dolor y la esperanza, en busca de lo que llamamos amor, por no decir salvación. Incluso por encima de las brasas si hace falta. Estar al borde del abismo, pero agradecer todas las desgracias que hemos pasado y superado, porque nos han dado la mera oportunidad de seguir viviendo, nos han demostrado que seguimos respirando.
Verás, esto es simple: mi corazón siempre estuvo colgando en las manos de Alice, en peligro. Pero ni por un segundo dudaría de haberlo hecho. Porque sé que hice lo correcto.
Alice, pequeña, te prometo que, independientemente de lo que ocurra o donde te encuentres, voy a acordarme de ti toda la vida. Te prometo que nunca te olvidaré.
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El Camino de Nuestras Almas © ✔️
RomanceSegunda versión [COMPLETA] [CORRIGIENDO] ¡PRÓXIMAMENTE EN FÍSICO! ** Este es el primer libro de la bilogía: "Somos destellos eternos". Segundo libro todavía NO disponible. • • Alice ya no quería nada. Estaba en un callejón sin salida. Había perdido...