CAPÍTULO 40

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ZADDYEL


Había pasado una semana desde que la sacamos del coche, y desde entonces Alice no se había movido ni un milímetro del sofá. Se había hecho un nido allí, con las piernas subidas y abrazadas, mirando fijamente la pared sin quitarse los auriculares.

Yo la observaba desde lejos, desde la cocina, preocupado y dolido por su tristeza. Por la forma en la que parecía decirme: Seré honesta, estoy tan hecha pedazos que cuando me muevo, siento como si mi cuerpo se desarmara.

Si pudiera volver en el tiempo, sin duda regresaría a ese día en el que, en mi ingenuidad, pensé que «podría sacarla de esas cuatro paredes», de ese vacío en el que se había hundido.

Qué tonto fui por creer que podría hacerla reír, que podría traer un poco de luz a su vida. Pero era imposible, porque Alice no quería sentir nada. No creía que fuera correcto sentir algo cuando no podía. Y ese era el problema, su incapacidad para aceptar sus emociones, porque ella creía que no era lo apropiado. Esa sensación de vulnerabilidad, de esperar, de desear. Volver a sentir esa sensación que tanto te gusta y te asusta al mismo tiempo.

Pero uno no decide no sentir, algo o alguien nos lo arrebata, nos lo quita por la fuerza.

Me quedé parado allí, con la cabeza gacha y los brazos cruzados, pensando. Pensando en ella, en nuestra situación, en la vida. En nuestra complicada situación, sobre todo. No había diálogo entre nosotros, ni contacto físico, ni ninguna palabra que nos uniera. Ella hacía todo lo posible por evitarme, por ignorarme, como si yo fuera un recuerdo que quería olvidar, una persona que no quería seguir viendo.

Siempre me ha resultado curioso como, cuando andamos por la calle o nos subimos a un autobús, vemos a las personas yendo y viniendo, sentándose a tomar un café en un bar, o pidiendo dinero en la calle. Es fascinante ver cómo algunos tocan la guitarra o bailan, cómo viven su vida. Pero, personalmente, soy de esos que quieren entender la historia detrás de cada persona, de cada gesto, de cada mirada. Me gusta imaginarme su pasado, su presente y su futuro, y preguntarme qué hace que cada persona sea única e irrepetible.

Siempre me ha intrigado lo que se esconde detrás de las acciones de los demás. ¿Por qué alguien anda tan deprisa, o qué historia hay detrás de las letras de una canción que solo se escucha en un pueblo? ¿Qué motiva a una persona a sentarse sola en una mesa alejada de las demás, o a un señor mayor a sentarse en un banco del parque y mirar el suelo?

Sé que no siempre hay una razón detrás de todo, pero me gusta soñar despierto, imaginar, indagar. Sin embargo, a menudo dejaba esas preguntas en el aire, en un simple "¿por qué?" sin responder, porque no quería caer en la necesidad de encontrarle un sentido a todo, cuando quizá no lo tuviera.

Me acerqué a Alice lentamente pero decidido.

Desde el momento en que la conocí, todo eso cambió. No me importaba que huyera, porque yo quería huir con ella. No me interesaba su historia ni la razón de su seriedad y distancia, porque yo lo único que quería era verla sonreír, provocarle una sonrisa y verla con mis propios ojos. Quería sentirla, sentir su presencia. No quería imaginar, quería vivirlo. Sentirla, a ella, conmigo.

No pude explicarme a mí mismo el porqué. ¿Por qué con ella me sentía diferente, con ella me importaba, cuando con los demás no? No tenía ningún veredicto para eso.

Tras llamarla y no recibir respuesta, pasé mi mano por delante de su cara para asegurarme de que estaba bien. Ella sacudió la cabeza, volviendo a la realidad, y ese gesto me llenó de ternura.

El Camino de Nuestras Almas © ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora