CAPÍTULO 53

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ALICE


Era como si algo dentro de mí me empujara hacia adelante, a pesar de la sensación de miedo y desesperación que me invadía. Mis pies golpeaban el suelo con fuerza, mientras mi mente giraba a toda velocidad, intentando encontrar una solución.

—¡Zaddyel, no! —grité, intentando impedir que siguiera avanzando. Corrí hasta colocarme directamente frente a él, y levanté las manos en señal de paz, tratando de comunicarle que no tenía intención de obligarlo a nada y que solo estaba allí para ayudarlo.

Su expresión era un retrato de furia y frustración. Sus ojos estaban inyectados en sangre, sus pupilas dilatadas y su cuerpo rígido, como si estuviera a punto de estallar. Podía notar su lucha interna por controlar sus emociones, pero parecía que se encontraba a un paso de perder el control completamente.

Y le dolía. Mucho. Le dolía seguir allí, pero le dolía muchísimo más no poder parar.

—Por favor, Zaddyel —rogué, tratando de alcanzarlo a través de la barrera de ira que se había levantado entre nosotros—. Déjalo todo. Ya estamos aquí, contigo.

Durante unos segundos, pareció que mi voz iba a lograr atravesar su enfado; que estaba a punto de desistir y dejarse consolar. Pero entonces, su mirada se tornó oscura y dura de nuevo, y dio un paso hacia atrás.

—Zaddyel, por favor —volví a implorarle, con la esperanza de que mis palabras lo trajeran de vuelta—. No hagas nada de lo que te puedas arrepentir después.

Pero mi voz se perdió en el aire; no me escuchaba. Él siguió retrocediendo, con los ojos clavados en los bidones de gasolina. Levantó el mechero y jugó nerviosamente con él, como si buscara algún tipo de consuelo en ese ritual, preparándose para dar un paso que cambiaría todo para siempre; toda su vida.

—Vete, Alice —dijo en un susurro helado.

—No —respondí, con una voz firme y neutra. No podía abandonarlo, no podía dejar que hiciera algo de lo que no se podría recuperar nunca.

—No quiero que me veas así —murmuró, con los ojos cerrados y la mandíbula apretada.

—No te estoy juzgando, Zaddyel —respondí con suavidad, tratando de hacerlo sentir seguro—. No te estoy viendo de ninguna mala forma, si es eso lo que te preocupa.

Quería abrazarlo y que volviera a hablarme de sus cuadros. Nunca había echado tanto de menos que lo hiciera.

Mis palabras resbalaban sobre él sin hacerle ningún efecto. Sacudió la cabeza de un lado a otro, respirando hondo.

—No es fácil alejarse —comencé a dar tímidos pasos en su dirección, como si caminara sobre cristal, temiendo que cualquier movimiento repentino pudiera alterarlo—. Desde que nacemos, reaccionamos a los estímulos que nos rodean, respondemos y reaccionamos a nuestras emociones, a nuestros sentimientos...

—Alice, te quiero lejos de aquí —repitió, alzando la voz—. No sabes nada...

—Déjame ayudarte —insistí, tratando de hacerme oír—. No tienes que estar solo en esto.

Su mano seguía temblando, jugando nerviosamente con el mechero. Su postura era rígida y su cara estaba bañada en sudor.

—Quiero que te vayas. ¡Quiero que me dejes en paz!

Decidí no responder, comprendiendo que sus gritos y su agresividad eran el reflejo de un dolor profundo y de viejas heridas aún no cicatrizadas. Sabía que lo mejor que podía hacer para ayudarlo era ignorar esa respuesta agresiva y seguir presente para él.

El Camino de Nuestras Almas © ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora