𝐗𝐗𝐕𝐈𝐈.

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Coraline no quería marcharse de allí. Durante las mañanas, caminaba hasta el lago y se bañaba. A menudo visitaba su antiguo hogar y se dedicaba a caminar por las ruinas durante horas. Buscando cualquier tipo de señal, de pista que pudiera ayudar a resolver aquel rompecabezas hecho de recuerdos. Los sueños con Damiano eran de ayuda, pero tantas escenas y fragmentos sueltos no conseguirían que hilase una historia.

A veces se sentaba entre junto al antiguo escritorio de su padre, en el despacho que, días atrás, había descubierto como el lugar de su muerte. Escribía. Trataba de recordar. O simplemente descansaba, mirando al horizonte. Su bloqueo, poco a poco, parecía debilitarse, pero no llegaba a romperse.

¿Y cómo podría salvarse, si no sabía de qué debía hacerlo, cómo debía hacerlo?

Se quedó dormida, apoyada al viejo mueble, en una de aquellas ocasiones. Damiano no estaba allí para conectar su mente a la de la pelirroja. Probablemente ni siquiera sabía que dormía. Sin embargo, Coraline pudo verlo con claridad. Aquel despacho, de nuevo, vivo, precioso, lleno de luz, de libros y de oro. Estaba soñando ella sola. Como, de vez en cuando, ocurría.

La puerta estaba sellada con un pequeño mueble, que la mantenía encerrada por decisión propia. Acababa de escribir la carta. Aquella que había descubierto tiempo atrás. O, visto desde aquel punto, siglos más tarde.

Escuchaba el ruido bajo las ventanas. Y entonces, golpes en la puerta.

—Coraline, abre. Soy yo.

Una voz dulce, femenina y cercana sonó tras la puerta. La pelirroja dudó, pero se acercó, poco a poco.

—¿Aurora? —la Coraline del presente distinguió aquel nombre. Su hermana—. ¿Qué está pasando?

—El conde ha hecho que se corra la voz. Sobre que la familia le ha engañado. Dice... dice que estás encinta, Coraline. ¿Es eso cierto?

Despertó de golpe. Ni siquiera le dio tiempo a terminar el sueño. Para cuando abrió los ojos, estaba a punto de anochecer. Sin embargo, su cuerpo se sentía pesado, mareado. No podía ser cierto. Damiano jamás le había contado algo así.

El conde mentía. Había puesto a todos contra ella para cobrarse su venganza. Eso era, probablemente, el motivo de la situación. Había esparcido sus mentiras para que la joven Coraline, presa del peso de ser una mujer en una época como aquella, y eso mismo la había llevado a la muerte.

Cuando Coraline regresó a la casa de campo de Damiano, él estaba sentado frente al piano. Tocando aquella melodía que ambos reconocían tan fácilmente.

Se le abrazó desde atrás, observando sus manos sobre el instrumento.

Capelli come rose rosse
Preziosi quei fili di rame,

amore, portali da me

—¿En la casa, hoy también? —preguntó, tras canturrear. Ella asintió.

Damiano dio media vuelta, aún sentado en la pequeña banqueta, y rodeó a la joven entre sus brazos, levantando la vista para mirarla.

—Me ayuda.

—Pero tal vez es hora de que volvamos a Milán —murmuró él.

Coraline sabía que tenía razón, pero algo trataba de retenerla en aquel lugar, inhabitado, sin vida, pero que guardaba tantos recuerdos que era imposible albergarlos todos.

—Ojalá acabases con esto y me lo contases todo.

Damiano suspiró, acariciándole la espalda baja, apoyando la cabeza contra su cuerpo, guardando silencio durante un buen rato.

—No puedo salirme del plan. Necesito... que lo averigües tú. Tal vez esa sea la clave para no perderte esta vez.

De nuevo, silencio.

—Quedan tres semanas para mi cumpleaños.

Aquella no era una fecha definitiva, pero si un augurio de lo que ocurriría durante el año que se aproximaba. La vida de la pelirroja podría esfumarse pasado un mes, o tal vez diez. No tenían una respuesta clara. Pero sí un profundo miedo, que ahora compartía.

—¿Qué pasará si... si vuelvo a...? —habló de nuevo la joven.

—Te buscaré de nuevo —interrumpió él, alzando la cabeza para mirarla—. Te buscaré por el resto de la eternidad, Coraline.

Una eternidad de sufrimiento. A eso era a lo que estaba condenado Damiano. Y estaba dispuesto a aceptarla, a vivir cada día del resto de su vida con la presión en el pecho y el dolor de cien agujas clavándosele en el corazón.

Se besaron, con la mayor calidez y suavidad posible. Y para cuando Damiano se alejó del piano, volvieron a dar uno de sus paseos nocturnos, recorriendo el campo que los llevaba al lago. Sin embargo, frenaron a mitad de camino para tumbarse sobre la hierba. Para simplemente reposar.

En aquel lugar había nacido su amor. Tan fuerte que había roto las barreras del tiempo y de la mortalidad.

—Esta tarde he soñado con ese día —confesó ella.

Damiano la miró, en silencio. Esperando a que continuase hablando.

—Fue el conde quien hizo saber que estaba contigo. Quien hizo que todos se volvieran en mi contra.

—Esa fue a la conclusión a la que llegué. Yo no vivía en el pueblo. Pero supe que había sido él.

Coraline se acurrucó junto al cuerpo de Damiano, el amante de toda una eternidad, para poder mirarle. Frente a frente, con tan poca separación entre ellos que podrían ser uno solo.

—Sé que te has culpado durante siglos. Pero no había nada que pudieras hacer.

—Podría haber llegado antes. Haberte salvado.

—Pero el destino es caprichoso, mi amor. Me alejó de este mundo, y después se encargó de devolverme a ti.

Le acarició el pelo, con calma. Ahora, corto, actual, pulcro. Antes, largo y desordenado. Tal vez eso también fuera parte de aquel proceso que había vivido, y que no deseaba contarle. Al final del día, la única información que tenía se basaba en recuerdos incompletos y en aquel profundo sentimiento que sabía que él provocaba en ella.

Estaba enamorada. Tal vez lo había estado siempre. No había vivido el comienzo de un amor. No en aquella vida. Pues siempre lo había querido, desde el comienzo. Desde la primera vez que escuchó su voz en sus sueños. Damiano siempre había estado allí. Tal vez antes, incluso, sin ella saberlo.

El regreso a Milán fue silencioso, y la vuelta a casa, solitaria. Coraline debía volver a lo que podría llamar realidad, a pesar de que aquella otra parte de ella no fuese a abandonarla.

Dante la recibió con caricias y maullidos demandantes tras tantos días fuera. Ella se disculpó con él con algo de comida, y durmieron juntos durante aquella noche, que la joven pasó sin soñar.

A veces lo agradecía. No soñar. Ser capaz de descansar. De despertarse sin miedo, sin preocupaciones. Sin embargo, a la noche siguiente volvía Damiano. Volvían los recuerdos. A veces repetidos, en otras ocasiones nuevos. Alterados por la subjetividad de aquel que los producía, de vez en cuando.

Pero siempre suyos. De ambos.

Felices, llenos de vida.

Vaticinando un destino igual de cruel para ambos, y que perduraría siempre.

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⏰ Última actualización: Aug 12, 2023 ⏰

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𝐅𝐎𝐑 𝐘𝐎𝐔𝐑 𝐋𝐎𝐕𝐄  ✞  damiano david. PAUSADA.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora