𝐈

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Un dolor punzante se estableció en la cabeza de Leyah, impidiéndole abrir los ojos. Se sintió desorientada. No recordaba lo que realizó el día anterior. Pareció notar que no estaba sola o quizás era una alucinación.

Abrió los ojos lentamente. Encontrándose con un techo metálico. Sus párpados se sentían pesados, pero luchó por mantenerse despierta. Giró su rostro hacia la derecha y se avivó completamente al ver a una chica dormida a unos dos metros de distancia. No estoy en mi habitación, pensó.
Giró su rostro hacia la dirección contraria y esta vez se encontró con una niña.

Una alarma se activó en Leyah, así que se apoyó con los codos para reincorporarse.
Colocó una mano sobre su pecho, intentando apaciguar sus latidos desbocados.

Leyah se encontraba en una de las esquinas de la sala, rodeada de docenas de personas.
Dió dos golpecitos al brazo de la joven de su derecha, pero no sucedió nada, parecía inconsciente, al igual que los demás.

Las paredes de la habitación eran de metal, no había ninguna ventana, ni señal de una puerta. En el centro, había una gran mesa de hierro. Del otro extremo, una división y parecía tener una entrada.
Leyah se puso de pie e inició a caminar hacia la abertura, con el cuidado de no pisar a los cuerpos que descansaban sobre el suelo.
Observó los rostros pero ninguno le fue familiar.

Un par de cubículos fue lo que encontró al atravesar la entrada de la división.
Utilizó uno de los retretes con nerviosismo. Detalló cada espacio en busca de alguna cámara, no le extrañaría que estuvieran vigilándolos, pero no halló ninguna cerca o quizás estuvieran ocultas.

Se sentó sobre la tapa del retrete y sostuvo su cabeza con ambas manos. Trató de recordar, nuevamente, el día anterior, pero la laguna mental siguió persistiendo. Se revolvió el cabello y pasó las manos por su rostro. Quería quedarse allí un momento más, pero escuchó la voz de una niñita.

- ¿Mami?

Leyah se levantó enseguida y acomodó su cabello. Cuando llegó al umbral se detuvo y observó a la niña, la segunda en despertar.

Tenía el cabello despeinado, largo y lacio, de un rubio claro. Su piel era blanca y sus ojos de un verde intenso.
Llevaba solo un camisón y sus pies descalzos. Sus gráciles brazos caían a ambos lados de su pequeño cuerpo.

- Ven aquí, princesita -con sus manos, la niña frotó sus ojos y caminó hasta llegar con Leyah-. ¿Cómo te llamas?

- Kacey.

- Es un bonito nombre. Yo soy Leyah.

- ¿Dónde está mi mami? -preguntó la niña con ojos acuosos.

- Cuando todos despierten, les preguntaré dónde está tu madre. ¿De acuerdo, dulzura? -la niña asintió y observó a las personas- ¿Qué edad tienes? -la niña señaló con seis dedos.

Es muy pequeña.

- ¿Tú tienes 40? -preguntó Kacey. Lo cual sorprendió a Leyah.

- Tengo 20 -expresó Leyah con una sonrisa.

La niña la observó con expresión triste e iniciaron a brotar lágrimas de sus ojos. Leyah deslizó los brazos por su chaqueta de cuero y se la colocó a Kacey sobre los hombros. Le tomó la mano y la guió hasta la esquina en la que despertaron.
Leyah se sentó y recostó su espalda contra la pared. La niña hizo lo mismo.

- ¿Qué hacemos aquí? -cuestionó con voz quebrada.

- No lo sé Kacey, pero lo averiguaremos.

Caníbales por elección Donde viven las historias. Descúbrelo ahora