𝐈𝐈𝐈

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Pasaron horas desde que todos despertaron y nada inusual había sucedido.
Leyah caminaba de un lado a otro, llena de frustración. Además, empezaba a tener frío y no desprendería a la niña de su chaqueta.

Caminó hasta el centro de la sala y colocó sus manos sobre el rectángulo de metal. Recorrió la mesa con ellas, tratando de encontrar algo. No había nada, además de la forma peculiar en la que estaba insertada en el suelo. Podría encajar perfectamente con él, si bajara.

— Unas horas aquí ¿y ya te volviste esquizofrénica?

Leyah respiró profundamente, reuniendo paciencia y contempló al hombre frente a ella. Esta vez, no apartó la mirada ni por un milisegundo.

— Esta especie de mesa, bajará en algún momento —el joven se alejó unos pasos y examinó el rectángulo, luego a ella y otra vez al rectángulo.

— Es una posibilidad.

Leyah mantuvo la mirada en él un poco más, pero terminó desviándola. Regresó a su sitio y cerró los ojos al inclinarse en la pared.

Transcurrieron horas en las que intentó dormir, era lo único que podía hacer en ese lugar, además de pensar en pegarse contra la pared hasta morir.
¿Qué sucedía en ese lugar? ¿Por qué los tenían enjaulados en una gran habitación de metal?
Leyah quería gritar, pero contó hasta tres con ayuda de respiraciones y logró tranquilizarse un poco.

— Leyah.

— ¿Sí, Kacey?

— Tengo hambre.

Esa palabra hizo que su estómago rugiera.
Había estado pensando en su familia y en el trabajo, que dejó por completo de lado, el qué comerían.
Leyah observó a la niña y le prometió que vendrían a dejarles alimento. ¿Lo harían, no?

Entre siestas y más siestas, pasaron 24 horas. Un día completo sin probar bocado.
Su estómago dolía y no podía imaginar a Kacey sintiéndose así. Desde esa vez que mencionó el estar hambrienta, no lo volvió a decir. Leyah supuso que comprendía que nadie podía hacer nada al respecto.

Leyah tenía la boca seca. En estos momentos apreciaba demasiado el agua. Llevó las rodillas al pecho y se abrazó a si misma. Observó a la niña durmiendo a su lado. Estaba pálida y sus labios agrietados. No lo soportó más y se puso de pie.

— ¡Sé que tienen cámaras! ¡Necesitamos alimento! —gritó, al mismo tiempo que golpeaba las paredes.

Golpeó y golpeó, hasta el cansancio. Todos la miraban, unos con desdén y otros con lástima. Leyah se dejó caer hasta el suelo. Débilmente limpió las lágrimas que iniciaban a surgir e intentó recobrar su juicio.

— ¿Sabes qué es lo qué más extraño? —preguntó Ziana. Miraba al frente, pero Leyah sabía que le hablaba a ella.

— ¿Qué?

— Las discusiones con mi madre —Leyah escuchaba, sin decir ninguna palabra—. Discutíamos porque no quería que me fuera de casa. En una ocasión tuvimos una fuerte pelea, ese día le dije que no la quería y ahora me arrepiento. 

— Todos hacemos cosas de las cuales nos arrepentimos.

— Podría morir. Moriría sin decirle que la quiero y ella podría pensar toda su vida, que nunca la quise.

— No moriremos, Ziana.

— Te mantienes tan optimista a pesar de tener dos días sin alimentarnos.

Leyah iba a responder, pero un sonido chirriante interrumpió su charla. Se concentró en el lugar de donde había provenido el sonido y dió con la mesa de hierro.
Se puso de pie con velocidad y se estableció justo, frente al rectángulo.
Todas las personas rodeaban la mesa y la observaban bajar con lentitud.

El rectángulo se detuvo y se escuchó un sonido distinto pero mecánico. La mesa retomó su descenso y una compuerta se cerró. Dejando solo un hoyo de gran tamaño.
Esperaron y esperaron, por lo que pareció una eternidad, hasta que nuevamente se escuchó el sonido de la compuerta.
Todos ansiaban que fuera alimento. Leyah podía imaginarse un delicioso manjar o se conformaría con una sopa instantánea, aunque las odiara.
Se inclinó hacia delante al oír que el rectángulo subía y al ver lo que había, deseó no haberse emocionado demasiado.

Caníbales por elección Donde viven las historias. Descúbrelo ahora