𝐈𝐕

1K 85 6
                                    

El hidratarse no le vendría mal, pero esperaba al menos una pequeña fracción de alimento.
En su lugar eran, 25 botellas con agua.
25 botellas con agua para cincuenta personas.

Enseguida todos se lanzaron hacia la mesa. Leyah y otras pocas personas, trataron de hacerlos retroceder.

— ¡Escuchen! —exclamó Leyah, pero seguían aplastándola contra el filo de la mesa— ¡Escuchen! —dijo más alto— ¡Tenemos que racionarlas!

— ¡Son 25 botellas, maldita sea! —gritó el anciano calvo.

— Todos beberemos —declaró Leyah— Primero, retrocedan —tardaron, pero lo hicieron. Leyah se sintió menos agobiada—. Hay 25 botellas. Daremos una, por cada dos personas; lo cual es algo obvio.

— ¿Y si alguien no obedece? ¡¿Qué pasa si alguien se bebe toda el agua?! —volvió a hablar el anciano.

— Entonces lo castigaremos —soltó Leyah, sin pensarlo demasiado.

— ¿A qué te refieres con castigarlo? —cuestionó el hombre de ojos negros, con una sonrisa ladeada.

— La próxima vez, no le daremos una ración —todas las personas se miraron entre sí y sacudieron sus cabezas en acuerdo—. ¡Empezaremos con niños menores de doce años y ancianos!

Los nombrados hicieron una fila y Leyah repartió una botella para cada pareja. Prosiguió con los adolecentes, en un rango de edad de trece a dieciocho años y los adultos jóvenes, de diecinueve a treinta, ella incluida en ese grupo.
Seguido, las personas de treinta a sesenta años.

Leyah tomó un sorbo de agua. Lo saboreó y tomó el siguiente. Respiró y cedió la botella al joven de piel bronceada.
Todos bebieron el agua y regresaron los envases vacíos a la mesa. La compuerta se abrió y el rectángulo nuevamente descendió.
Las personas se alejaron de la mesa y se tumbaron en el suelo, al igual que Leyah.

Las personas tenían un hambre abismal. Cada vez era peor.
Leyah se puso de pie, ignorando los llantos, gritos y maldiciones, y caminó hasta la división con Kacey sosteniendo su mano.

La niña ocupó un cubículo y Leyah otro.
Observó el agua del retrete, por eternos minutos. Moriré de todas formas, pensó.
Colocó sus rodillas en el suelo y sus manos sobre el retrete. Dudó, pero inició a sumergir las manos en él.

— ¿Qué estás haciendo? —preguntó Kacey. Tomó su repentina aparición como una señal y prometió a sí misma no volver a intentar eso.

— Nada, princesita. Vamos.

Leyah dormía cuando escuchó que gritaron "¡La plataforma está bajando!"
Despertó y observó al gentío rodeando la plataforma. Dos días desde que habían aparecido las botellas con agua y ya habían nombrado al rectángulo. Eso fue rápido.
Se puso de pie y se acercó a la plataforma.

Todos hablaban al mismo tiempo, queriendo adivinar qué subirían esta vez.
Leyah esperó en silencio. Se sentía enclenque como para sumarse a los demás.
La compuerta se abrió y el ruido rechinó una vez más, indicando que la plataforma estaba subiendo.

Leyah frunció el entrecejo y se quedó inmóvil. Lo que había sobre la mesa era un cuchillo. Tan brillante que podía ver con claridad su reflejo.
Los otros también se paralizaron y cuando reaccionaron, ya era tarde.
El anciano calvo había tomado el cuchillo y los apuntaba desde una esquina.

— ¿Qué es lo que hace, anciano? —preguntó el joven de ojos negros.

— ¡No se acerquen o los mataré!

— No creo que sea capaz —dictó el joven.

— ¡Los mataré a todos si así puedo salir de aquí!

El hombre bronceado se acercó a él, retándolo. Estaba demasiado confiado de que el anciano no asestaría ninguna acuchillada.

— Entrégueme eso, anciano. Sé que no quiere hacerlo.

— ¿Cómo está tan seguro de qué no lo haré?

— Sus manos tiemblan y está transpirando.

El anciano observó sus manos. Miró de nuevo al hombre y suspiró. Dejó caer las manos y el joven se apresuró a apartar el cuchillo.

— ¿Qué hará con eso? —preguntó Leyah.

— Lo guardaré.

— ¿Qué si quieres asesinarnos?

— Tendrás que creerme —seguido a eso se sentó en el suelo y colocó la hoja trás su espalda.

Caníbales por elección Donde viven las historias. Descúbrelo ahora