El nacimiento

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Hestia mantenía una mirada firme ante la acusación de Hermes. Sabía que si la descubrían, enfrentaría una penalización por romper las reglas del mundo inferior.

"Nos hemos reunido tantas veces, Hermes, que sé perfectamente que no vendrías sin escolta", respondió con determinación mientras se adentraba en el interior de la mansión de la chimenea. "Mis niños no se encuentran aquí en este momento, pero si lo deseas, puedes permitir que Asfí escuche nuestra conversación", añadió mientras se acomodaba en el sofá.

A pesar de que el pequeño cuerpo de la diosa no tenía la capacidad de intimidar a alguien, Hermes sintió un leve escalofrío y le dedicó una sonrisa provocadora a la divinidad que tenía frente a él.

"Aceptaré con gusto tu invitación", replicó con un tono de irritación.

Hermes escudriñó intensamente en busca de algún rastro de los niños de Hestia. No obstante, todo indicaba que la diosa había dicho la verdad. Con un dejo de amargura, se acomodó frente a Hestia, mientras Asfi, su escolta, se situaba tras él.

"Pienso que conoces la razón de mi visita", comentó Hermes, retirando su sombrero y posándolo sobre la mesa que los separaba.

"¿Urano te envió, ¿me equivoco?"

La respuesta de Hestia tranquilizó en parte a Hermes, ya que seguía siendo la misma diosa superficial y carente de estrategia que él conocía. Con una carga menos, Hermes se permitió acomodarse en el sofá. Su comportamiento era suficiente para disipar la tensión que impregnaba el ambiente.

"Estás en lo correcto", respondió mientras hacía un gesto indicativo a Asfi, señalando que todo estaba bajo control. Asfi se retiró, permitiendo así que los dos dioses tuvieran una conversación privada. "...sé sobre el qilin", añadió con un tono de curiosidad.

"Sabía que Urano te lo diría. ¿Tienes alguna pista sobre su posible paradero?"

Hermes observó a su homóloga. Sabía que los dioses no podían mentir, aunque podían evadir la verdad. Hestia era alguien que los demás dioses consideraban pura, lo que significaba que su habilidad para eludir la verdad sería nula.

"No, hasta hace apenas unos momentos, no hubiera creído que un ser como ese pudiera existir en este mundo."

"El qilin es un ser sumamente intrigante...", comentó Hestia mientras su cuerpo se acomodaba en el sofá, como si cediera ante su propio peso. "...su existencia es ajena a la de los dioses, pero a diferencia de los monstruos que habitan en el calabozo, es benevolente."

Las palabras de Hestia fluían como las de una niña pequeña describiendo a su animal favorito; su emoción al hablar de aquel ser era palpable.

"¿Podrías creer si te dijera que incluso antes de descender, buscaba a este ser?" preguntó Hestia mientras cerraba los ojos, como si buscara conectar con una esencia más profunda. "Es alguien que no puede ser corrompido y que muestra a los nobles un futuro seguro."

"¿Crees que podría ayudarnos con lo que nos acecha en el exterior?"

"Lo desconozco", respondió Hermes mientras una sombra de misterio se extendía sobre el qilin, cuya naturaleza y propósito parecían ser enigmáticos incluso para los mismos dioses.

"Comprendo el problema que podría causar, por eso prefiero que sea Bell quien tenga el primer contacto", sugirió Hestia con un tono que resonaba de confianza.

Hermes miró sorprendido a Hestia, incapaz de discernir el motivo por el cual la diosa frente a él estaba siendo tan transparente en sus acciones.

"Entiendo que Freya o Loki probablemente serán los encargados de guiarnos hacia ese lugar. Sin embargo, si el qilin percibe que no son dignos, es posible que se oculte o incluso huya de nosotros."

"Lo que estás proponiendo es desconcertante. ¿Quieres que cree una distracción para que Bell se encargue de la búsqueda por su cuenta?", expresó Hermes con una pizca de molestia en su voz.

Hestia sostuvo la mirada de Hermes, su expresión serena pero determinada. "Piénsalo, Hermes. Bell es especial en más de un sentido. Su conexión con el mundo es diferente. Si alguien puede ganarse la confianza del qilin, es él."

Hermes frunció el ceño, reflexionando sobre las palabras de Hestia. La tarea que se les avecinaba era ciertamente delicada y requería de un enfoque único. 

Mientras tanto, en un rincón remoto del mundo, ocurría un milagro de proporciones asombrosas. Una piedra de tamaño considerable, que por siglos había permanecido en silencio, empezó a desprender un brillo mágico y poco común. Los destellos danzantes de luz iluminaron los alrededores, dibujando sombras cambiantes en los árboles ancestrales y en los matorrales que rodeaban la zona. Los animales que habitaban en las proximidades del evento, capturados por la sorpresa y la energía que emanaba de la piedra, huyeron en busca de refugio.

¿Si un árbol cae en medio de un bosque, hace ruido? La pregunta flotaba en el aire como un enigma sin resolver. En ese instante, la piedra, imbuida de un poder antiguo, comenzó a entonar una melodía etérea, tan pura y profunda como los secretos guardados en los confines del mundo. La tierra misma pareció vibrar en respuesta, como si la melodía resonara en cada rincón del bosque, susurrando secretos olvidados y anhelos enterrados bajo capas de tiempo.

Los árboles, testigos mudos de la transformación que tenía lugar, inclinaron sus copas en reverencia, como si reconocieran el despertar de algo que había estado dormido durante eras. Las flores, usualmente calladas en su belleza efímera, parecían alzar sus pétalos en respuesta al llamado de la piedra luminosa.

Así, en medio de la nada y en un instante de pura magia, el majestuoso qilin hacía su primera aparición en siglos. Aunque su tamaño no superaba el de un cervatillo recién nacido, su presencia irradiaba una grandeza ancestral. Sus ojos, profundos y enigmáticos, parecían ser el equilibrio perfecto entre la oscuridad más profunda y la luz más brillante de la esperanza misma.

Con cada parpadeo, las escamas que cubrían su figura titilaban como estrellas en el firmamento. Pero, en un giro de maravilla aún mayor, sus escamas comenzaron a transformarse, adquiriendo una suavidad y calidez que evocaba la textura de un pelaje sedoso. La apariencia mística del ser parecía disiparse como neblina al amanecer, revelando a la criatura bajo su aspecto imponente. Lo que quedaba ante los ojos atónitos era un cervatillo común, de apariencia terrenal pero con un aura que resonaba en lo más profundo de cualquier corazón que lo mirara.

Con paso delicado y patas gráciles, el cervatillo del qilin comenzó a explorar su nuevo entorno. Cada paso que daba parecía dejar huellas de promesas cumplidas y sueños por realizar en el suelo que tocaba. El viento jugaba con su pelaje, como si una melodía inaudible lo acompañara en su andar.


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