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Elizabeth había perdido la noción de los días que habían pasado, luego del parto. Estaba débil y casi no le salía leche de los pechos para alimentar a su bebé, lo que provocaba que la misma llorara mucho. Confesaba que esta situación la superaba, nunca hubiese imaginado que su hija viniera al mundo en estas condiciones. Su hija vestía con ropa bastante vieja que les prestaron y ni siquiera estaban en un lugar adecuado para una recién nacida, puesto que la señora que la había ayudado a parir, les había brindado el desván de un granero para que se escondieran. El edificio avejentado quedaba a un costado de la cabaña donde vivía aquella mujer con sus siete hijos (dos de ellos, los adolescentes que la cargaron desde el bosque hasta acá). Le agradecía mucho su caridad a esta familia; eso sí, pero le daba miedo que este lugar frio afectara a Beth, por suerte su suegra estaba con ellas. La reina había sido la que puso colchas en los tablones del suelo, había mandado a conseguir una cesta a modo de cuna para Beth y estaba pagando a la familia con el collar que le había visto, le había regalado el rey Darcy. Otra vez sin ella no habría podido sobrevivir, porque estaba tan débil que se dormía, no pudiendo cuidar bien a la niña, como justamente le pasó esa noche, despertando asustada porque no vio a Beth en la cesta.
—Tranquila querida, la saqué de la cestita porque estaba llorando mucho. —su suegra la tranquilizó, teniendo a la bebé en brazos, mientras ella suspiraba de alivio y miraba a la bebé profundamente, porque aún no se creía que ella fuese real. Era un milagro su nacimiento, cuando las primeras semanas creyó haberla perdido, además de todo lo que habían vivido los últimos meses.
—¿Es normal que llore tanto? —preguntó nerviosa de que le estuviese sucediendo algo.
Su suegra rio con amabilidad.
—Ella está perfecta Elizabeth. Solo tiene hambre. El padre era igu...al—sintió un leve temblor en su voz, que la hizo sentir nuevamente que ella le ocultaba algo.—Dale de comer. Los líquidos que te estamos dando, deben estarte activando la leche.
Elizabeth asintió y luego pegó a Beth a su pecho, jalando la niña alimento con su pequeña boquita.
—Parece muy sana, pese a que el doctor dijo que podía venir con problemas—dijo Elizabeth temerosa de que en el fondo estuviese enferma y la fuese a perder—Además de todo lo que pasé, antes de que naciera.
—Sí. Ella está llena de vida. Es una guerrera.
Elizabeth sonrió débilmente y preguntó:
—¿Cuándo partiremos?
—Cuando estés bien—respondió Beatriz.
—Siento estar así y que por mi culpa puedan encontrarnos. —respondió Elizabeth, ya que habían planeado que tratarían de escapar al reino del hermano de su suegra. Allí podrían sobrevivir, puesto que todavía los hombres del rey Darcy debían estar buscándolas para matarlas. Ya la reina estaba tratando de conseguir un barco con ayuda de los chicos mayores de esta familia que las había ayudado, según le comentó.
—No tienes que pedir disculpas. Acabas de pasar un parto Elizabeth. —le tranquilizó su suegra.
Elizabeth bajó la mirada, concentrando su atención en la bebé y comentó con aire triste:
—Se parece a William.
Su suegra hizo un gesto de angustia que la hizo fruncir el ceño. Ella se ponía rara cada vez que hablaban sobre William.
—¿Las últimas veces que compartió con el rey Darcy, él no le contó algo sobre William? —decidió preguntarle.
—Lo último que me dijo es que se había internado en las montañas—contestó su interlocutora poniéndose extrañamente nerviosa—Iré a buscarte la leche caliente para que tomes esta noche. —se disculpó como si quisiese escapar—¿Estarás bien mientras regreso?
—Sí...—respondió Elizabeth mirándola largo rato pensativa, volviendo a mirar a Beth. Entonces cuando su suegra salió del desván rogó que no le hubiese pasado algo a William que ella no le estuviese contando.
Acarició la cabecita de su niña y se tranquilizó un poco cuando la misma se durmió entre en su pecho, después de estar mamando largo rato.
Acariciaba la cabeza de Beth con dulzura, hasta que vio a su suegra regresar subiendo las escaleras desesperada, con una jarra de latón en una mano y una taza en la otra, avisándole que oía cascos de caballo. El primer instinto de Elizabeth fue correr, pero le dolía todo entre las piernas y sería imposible, así que sostuvo a la bebé, viendo como su suegra apagaba con rapidez el fuego que había en lugar para que la luz no atrajera a sus perseguidores. Hubo un frio supremo después de esto, pero lo aguantó cuando su suegra la rodeó, abrazándola. Elizabeth sintió que temblaba de miedo igual que ella.
No quería admitirlo, pero parecía que esta vez no había escapatoria. El sonido de la puerta del granero abriéndose, se los reafirmó. Su suegra se levantó entonces y le dijo que esperara aquí que iba tratar de mediar con sus perseguidores. Siempre tratando de salvarla, siempre dando el pellejo por ella. Elizabeth se lo agradeció infinitamente, odiando estar tan débil y haber demorado quedandose aquí, cuando en este momento pudieron estar rumbo al reino del hermano de ella.
Su suegra entonces desapareció en la oscuridad, se oyeron voces apagadas abajo y Elizabeth tembló cuando Beth se despertó entre llantos, presintiendo el peligro.
Elizabeth oyó pasos por las escaleras y presa del pánico, rompió un pedazo de la taza que la reina había traído jurando que atacaría a quien se atreviese a hacerle daño a su hija.
Al parecer, quien estaba subiendo ya estaba llegando y a Elizabeth se le detuvo el corazón cuando una figura de un hombre se detuvo ante ella.
Pudo darse cuenta quien era la persona que estaba ante ella, cuando la poca luz que se colaba de la luna, le hizo ver su perfil siniestro.
Era el rey Darcy.
Oh dios, el mismo dirigía la expedición para encontrarlas.
Quería sus cabezas desesperadamente.
—Si se acerca, lo mataré. —le advirtió sabiendo que debía oírse ridícula amenazándolo, porque era una mujer convaleciente, con una niña en brazos y su contraparte, el rey, era fuerte y tenía muchos hombres. No iban a salir bien libradas de esta, pensó Elizabeth resignada. Lo vio en los ojos de su suegra quien había seguido al rey, corriendo tras él. Ella debió haberlo tratado de convencer abajo de que les diese una oportunidad, pero ni siquiera había escuchado las suplicas de la reina, al parecer. Su embelesamiento por ella se había acabado y solo venía por sangre. Por la sangre de ellas y su bebé. Última a la que el rey miraba con atención, seguro porque no le gustaba la idea que ya hubiese una descendiente de William.
Elizabeth tembló, deseando ser más fuerte para esa noche salvar a su hija del poder del hombre que tenía enfrente, pero había pocas esperanzas de que esa noche alguna saliese viva de allí.

Su reina por derecho  (LIBRO 2. Trilogía Reino de Baulgrana)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora