Capitulo 26: Cartas Bajo la Manga

375 54 24
                                    

Bereth

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Bereth

El bosque me tragaba mientras corría, los pulmones me ardían con cada bocanada de aire. Podía escuchar los pasos de los guardias detrás de mí, pisadas fuertes, decididas, traicioneras. No podía permitir que nos alcanzaran. Mis piernas se movían por instinto, saltando raíces, esquivando ramas bajas. La luna apenas iluminaba el camino entre los árboles, pero no había tiempo para pensar, solo para correr.

De pronto, escuché el disparo. Un sonido seco, preciso, que se mezcló con un grito. Miré hacia atrás y vi a mi padre, a Reboredo, tambalearse y caer al suelo. Sangre oscura comenzaba a empapar su pierna. Había sido alcanzado. Por un segundo, solo un segundo, el impulso de dejarlo ahí, de dejar que los traidores lo alcanzaran y terminaran con él, fue casi abrumador. Podría haber corrido, podría haberlo dejado atrás.

Pero algo, algo dentro de mí, no me dejó. No sé si fue lástima o simplemente el instinto de supervivencia, porque aunque lo odiara, sabía que lo necesitaba. Maldita sea. Giré sobre mis talones y volví hacia él, maldiciéndome por lo que estaba a punto de hacer.

—Levántate —gruñí, tirando de él, pero estaba demasiado herido para moverse rápido.

Las ramas crujieron a nuestra derecha. Uno de los guardias salió de entre los árboles, apuntando su arma directamente hacia nosotros. Todo sucedió en un segundo. Me lancé contra él antes de que pudiera disparar, agarrando el cañón del arma y torciéndolo hacia arriba. Un disparo resonó en el aire, rozando mi mejilla. Sentí el calor de la bala pasar, pero no me detuve. Tomé su arma con un tirón rápido y, sin pensarlo, apreté el gatillo. El sonido fue sordo, distante, como si no fuera real. El guardia cayó al suelo, su cuerpo inerte entre las hojas.

Por un instante, el tiempo pareció detenerse. Miré el cuerpo, el charco de sangre que se extendía lentamente bajo él. Mi respiración se aceleraba, el pulso martillaba en mis sienes. Había matado a un hombre. Lo había hecho. Y lo más perturbador no fue el hecho en sí, sino lo que vino después: un torrente de adrenalina, una ráfaga de poder que nunca antes había experimentado.

Era como si el mundo hubiera cobrado otro color, más brillante, más intenso. Mis manos temblaban, pero no de miedo. Era otra cosa, algo mucho más oscuro. El miedo no me dominaba; estaba excitado. No había marcha atrás. Un fuego primitivo ardía en mi pecho, me impulsaba.

Otro guardia apareció. Sin pensarlo, apunté y disparé. Lo vi caer, como si todo ocurriera en cámara lenta, y ese mismo fuego se avivó dentro de mí. Era una sensación embriagadora. Sentí que controlaba algo inmenso, algo que nunca había sabido que tenía dentro. Todo lo que había reprimido durante años, todo ese odio hacia Reboredo, todo el resentimiento, estaba saliendo a la superficie en ese preciso momento.

Un tercer guardia intentó correr. Supe en ese instante que podría dejarlo ir, que tal vez así evitaría más problemas. Pero no lo hice. No quería dejarlo ir. Disparé, y el placer que sentí cuando cayó fue casi insoportable.

La Princesa de Papá (En edición) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora