Capitulo 2: Desaparecida

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Reboredo

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Reboredo

Desde la cama del hospital, observaba las imágenes que se repetían una y otra vez en las pantallas. La noticia de la desaparición de Maia se había convertido en una tormenta mediática imparable, invadiendo cada rincón de la ciudad. "La hija del magnate Reboredo ha sido secuestrada", decían los titulares, acompañados por la imagen de mi hija, tan radiante, tan perfecta en su vestido dorado. Ese vestido que había elegido con tanto cuidado, el vestido en el que la había visto convertirse en la princesa que siempre había sido para mí. Y ahora, me la habían arrebatado. Mi princesa estaba en manos de alguien más, y la impotencia era un veneno que me quemaba por dentro.

El dolor físico que sentía era insignificante en comparación con la tortura mental. La bala que me atravesó el costado, el dolor agudo al respirar, todo eso se desvanecía frente a la realidad de que Maia estaba en peligro. Me retorcía en la cama, incapaz de encontrar alivio en ninguna posición, porque no era mi cuerpo lo que estaba herido, sino mi alma. Sabía que los reporteros estaban agolpados fuera del hospital, ansiosos por cualquier palabra mía, por cualquier pista que pudiera alimentar la voracidad de los medios. Pero no podía permitírmelo, no cuando mi pequeña estaba allá afuera, en manos de quién sabe quién, enfrentando quién sabe qué horrores.

El doctor entró, seguido por una enfermera, ambos con rostros cargados de preocupación. Hice un esfuerzo por enderezarme, ignorando el dolor que eso provocaba.

—Señor Reboredo —comenzó el doctor, su voz era baja, casi temerosa—. Iré al grano. La bala perforó su pulmón derecho. Necesitamos llevarlo al quirófano de inmediato para intentar suturarlo. La recuperación será complicada.

Su voz era como un eco lejano, casi irrelevante en comparación con el rugido de mi mente que solo repetía un nombre: Maia.

—No, doctor —mi voz salió áspera, más como un gruñido—. No puedo permitírmelo. Tengo que estar al 100% por mi hija. No puedo estar postrado en una cama mientras ella está desaparecida.

Una tos violenta me interrumpió, haciendo que cada músculo de mi cuerpo se tensara por el dolor, pero el sufrimiento físico solo era un recordatorio de mi fracaso, de mi incapacidad para protegerla.

El doctor me miró con severidad, como si sus palabras pudieran penetrar la armadura de mi determinación.

—Señor Reboredo, lo mejor que puede hacer por su hija es recuperarse. Si no lo hace, podría complicarse y morir.

Morir. La palabra resonó en mi cabeza, pero no podía pensar en eso. No ahora. No cuando mi pequeña estaba en peligro. No podía fallarle de esa manera. Pero las palabras del doctor tenían peso, y a pesar de mi negativa inicial, sabía que mi cuerpo tenía límites. Estaba atrapado, envenenado por la impotencia.

La Princesa de Papá (En edición) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora