Capitulo 32: Tormenta Interna

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Daven

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Daven

El silencio entre nosotros se hizo pesado, más denso que el aire húmedo que comenzaba a envolvernos. Las primeras gotas de lluvia cayeron, tímidas al principio, pero pronto el cielo se desbordó, como si reflejara la tormenta que había dentro de mí. Maia no se movió. Permanecía en medio de la calle, el agua empapando su cabello, pegándolo a su rostro, y sus lágrimas, ahora invisibles bajo la lluvia, seguían cayendo de la misma forma.

—Princesa... —intenté, pero mi voz apenas era un susurro ahogado. Sabía que no había palabras que pudieran arreglar lo que había roto.

La culpa me estrangulaba, pesada y sofocante. Cada paso que había dado hacia ella, cada mirada furtiva que le lanzaba desde las sombras mientras fingía protegerla, había sido una mentira. La había traicionado en el momento en que más confiaba en mí, y aunque lo hubiera hecho por razones que creí correctas, al final solo había sido cobardía.

La lluvia comenzó a intensificarse, pero ella seguía allí, inmóvil, como si el frío y el agua pudieran lavar lo que yo había hecho. Sentí la urgencia de hacer algo, cualquier cosa, para detener su sufrimiento y reparar lo irreparable, pero no podía ni moverme. Era mi castigo. Yo no merecía consolarla, no merecía siquiera estar cerca de ella.

Di un paso atrás, alejándome de la escena, y sentí cómo la culpa se hacía más profunda con cada paso. Maia no dijo nada. No me siguió con la mirada, no gritó, no intentó detenerme. Ya no quedaba nada más que decir.

Mis pies se arrastraron por la calle empapada. A cada paso, el sonido de la lluvia aplastaba mi mente, resonando como un eco constante de todo lo que había perdido. Sabía que si me quedaba allí más tiempo, si me atrevía a mirar atrás una vez más, solo empeoraría su dolor. Pero en mi interior, una parte de mí gritaba por detenerme, por dar media vuelta y correr hacia ella.

Pero no lo hice.

Cuando estuve lo suficientemente lejos, la figura de Maia se desdibujó entre la niebla y el agua. La calle parecía interminable bajo la lluvia, y a medida que me alejaba, la desesperación me consumía. El peso de lo que había perdido, de lo que había destrozado, se clavaba en mí como mil agujas.

La lluvia persistía, casi como si el cielo compartiera mi dolor. Cuando llegué al hospital, el aire frío parecía atravesar mi piel, pero nada se comparaba con el frío que sentía en mi interior. Desde la última vez que había visitado a mi madre, Rebecca, algo en mí se había quebrado. El peso de lo que presencié, lo que Miguel Reboredo le hizo, seguía atormentándome.

Subí los escalones con un nudo en la garganta, sin la fuerza para enfrentar lo que sabía que me esperaba. Madre estaba internada aquí desde que aquel último abuso la rompió completamente. Y yo lo vi. Vi cómo Miguel, el padre de Maia, la volvió a destrozar y la culpa me comía por dentro.

Al llegar a la habitación, respiré hondo antes de abrir la puerta. Mi madre estaba sentada en una silla junto a la ventana, mirando hacia afuera. El atardecer bañaba la habitación con una luz cálida, pero su rostro seguía reflejando esa sombra de dolor que la había acompañado desde entonces.

La Princesa de Papá (En edición) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora