Capitulo 5: Cautiva

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Seth

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Seth

El sótano estaba envuelto en una oscuridad fría, implacable. Me quedé allí, el eco de los pasos de Bereth aún resonando en mi mente, como un martillo que golpeaba sin piedad. Mis manos temblaban, y no estaba seguro si era por la rabia o por el asco que me consumía. Era como si el suelo bajo mis pies estuviera cediendo, arrastrándome hacia un abismo del que no sabía si podría escapar.

No podía entender cómo había llegado a esto. Cómo mi propio hermano, la persona a la que había protegido toda mi vida, había hecho algo tan monstruoso. Sentía el peso de su traición como un puñal en mi espalda, cada segundo que pasaba profundizaba la herida.

Finalmente, me obligué a girar la cabeza y mirar hacia Maia. Estaba allí, acurrucada en un rincón, envuelta en los restos de una manta vieja, como si intentara desaparecer en la oscuridad. Parecía tan pequeña, tan frágil. Ni siquiera conocía su nombre antes de que todo esto comenzara, y ahora... ahora ella era una víctima más de nuestra venganza distorsionada. El remordimiento me golpeó como una ola, aplastándome bajo su peso.

Me acerqué a ella, cada paso más difícil que el anterior. No había forma de borrar lo que había sucedido, pero al menos podía intentar darle algo de consuelo, aunque supiera que eso era imposible. Me arrodillé junto a ella, sintiendo cómo la culpa me estrangulaba, dejándome sin aliento.

—Maia... —mi voz salió en un susurro, roto y sin fuerza. No había nada que pudiera decir para hacer esto mejor, pero sentía que tenía que intentarlo—. Lo siento... lo siento tanto.

Ella no respondió, ni siquiera se movió. Sus ojos, vacíos y distantes, estaban clavados en algún punto más allá de mí. No vi miedo en su mirada, solo una resignación desgarradora que me hizo sentir aún peor. La habían destrozado, y yo había permitido que sucediera.

La rabia volvió a encenderse en mi interior, una llama que me quemaba desde adentro. No solo contra Bereth, sino contra mí mismo. Había fallado en protegerla, en proteger lo que quedaba de humanidad en nuestra causa. Y ahora, no quedaba nada más que ruinas, escombros de lo que alguna vez fuimos.

—No dejaré que nadie más te haga daño —murmuré, aunque sabía que mis palabras eran huecas, que no tenían el poder de curar lo que se había roto.

Ella no reaccionó, pero eso no me detuvo. Con manos temblorosas, tomé su brazo con la mayor suavidad que pude, guiándola hacia la escalera. Al principio, pensé que no se levantaría, que estaba demasiado destrozada para moverse. Pero después de un momento, se puso de pie, tambaleándose como si hubiera olvidado cómo caminar.

Subimos las escaleras en silencio, cada paso pesado con el peso de lo que habíamos hecho. Sentía su cuerpo tenso junto al mío, su piel fría al contacto. Me odié por lo que había permitido, por lo que no había podido evitar.

La Princesa de Papá (En edición) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora