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Un hombre alto de casi 1,90, le preguntó en un susurro desde una posición una cabeza más arriba de la suya.

Su corazón dio un vuelco.

"Yo..."

Perdió momentáneamente el conocimiento debido al calor en su espalda, por sus brazos y por el dulce y suave aroma de Saekura acariciando suavemente su nariz. Pero el sonido de su aliento soplando en los lóbulos de sus orejas le hizo retroceder un par de pasos. La voz de Saekura era familiar, pero aún así sintió que se estaba tensando desde todas las direcciones posibles porque, por supuesto, aunque no le tuviera miedo, la idea de ser abrazado por Saekura esta noche le hizo sentir nervioso.

"Ah, pues... Bueno... Está bien."

No había una razón real para negarse.

Aito, que originalmente tenía la intención de tener sexo, asintió obedientemente incluso aunque parecía estar pensando todavía en ello. Entonces, Saekura dejó escapar un suave suspiro mezclado con una sonrisa en su oído.

"Hoy también atesoraré a Aito lo mejor que pueda."

Justo cuando estaba a punto de alejarse, acarició suavemente su cabeza y le dio un ligero beso en medio de la mejilla. El lugar que habían tocado los labios de Saekura ardía como si lo hubiera quemado con carbón hirviendo y estaba seguro de que su cara debía estar de un rojo brillante justo en este momento. Se sintió tan avergonzado que no dijo nada por un tiempo y de todas maneras, sonrió, apartó las manos de las suyas y comenzó a parecer como si estuviera huyendo.

Apoyando su espalda contra la pared de su habitación, Aito respiró hondo para recuperar la compostura y pensó que, aunque ya tenía treinta y tantos años, todavía no podía adaptarse a todo lo que significaba excitarse sexualmente por alguien a quien amaba. Más que nada, porque no era así hace algún tiempo.

Hace siete años, cuando tuvo por primera vez este tipo de relación con Saekura, estaba seguro de que no sintió ni la más mínima vergüenza. En realidad, mientras juntaba los hilos de su memoria, vio en su mente a un Sae un poco más joven de lo que era ahora y descubrió que en ese momento ni siquiera podía decir que tuviera alguna emoción importante.

Hace siete años, el corazón de Aito estuvo a punto de romperse de mil maneras diferentes al mismo tiempo. El motivo fue la muerte de un paciente joven que estaba muy, muy grave de salud, y San Marcos, donde trabajaba, era un centro médico de vanguardia que adoptaba activamente nuevos medicamentos y ensayos clínicos de la más alta calidad haciendo que fuera inevitable que se reunieran allí pacientes con enfermedades graves y oportunidades de enfrentarse cara a cara con vidas que no podía salvar. Pasó solo un año, pero Aito experimentó una ruptura que fue tan cruel como para hacerle sentir que el alma se le rompía en tantos pedazos como para no poder recogerlos ni juntando las dos manos.
Un día antes el niño estaba sonriendo, jugando y abrazando a su mamá, pero de repente cambió y se volvió una hoja en blanco. Corría con otros pacientes, pero ahora su corazón ya no podía bombear sin soporte vital así que Aito, que no tenía tanta experiencia como médico, no pudo digerir esta realidad y se lo guardó todo para si mismo. Pretendía estar tranquilo en la superficie, pero sabía que podía derrumbarse fácilmente si lo empujaban aunque fuera solo un poco en la dirección equivocada.

Y después de enviar una preciosa vida al cielo y completar el certificado de defunción, al que nunca podría acostumbrarse por muchas veces que lo escribiera, Aito quedó agotado hasta el punto de que los superiores parecían tan preocupados por él como para mandarlo a casa.

Mirando hacia atrás, ese día fue un importante punto de inflexión para él porque, cuando una persona superaba el límite de la tristeza, perdía sus emociones a un nivel en que todo le daba completamente lo mismo. Aito había escuchado esto de su maestro cuando era estudiante, y ahora estaba exactamente en ese estado mientras caminaba a casa, sintiéndose vacío e inseguro de lo que estaba pensando y más que nada, a poco tiempo de mandar a la mierda absolutamente todo. Si Aito hubiera llegado solo a casa esa noche, habría cogido papel y lápiz para escribir su carta de renuncia. Pero, bajo la farola, justo antes de dar la vuelta, resultó que encontró a Saekura, con el rostro inexpresivo, como un guerrero exhausto que había sido herido en el campo de batalla.

Adicto al azúcar (Traducción finalizada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora