Salgo corriendo de la clase de Matemáticas, con la mochila colgada de un solo hombro dándome golpes en la espalda. Voy esquivando a los alumnos en los pasillos. La clase se ha alargado unos cinco minutos más de lo debido, y ya debería estar en el aula de Arte. No me da tiempo a llegar, no me da tiempo. De hecho, es que no hay tiempo. Ya ha pasado. Se ha ido volando de la manita con esa estúpida matriz. ¿A quién le importan las matrices?
Bueno, a mí debería, va a caer en los exámenes, pero, ¿y qué? ¿Y QUÉ? ¿Qué pasa con mi representación de América en un lienzo? ¿Es que importa menos que las dichosas matrices?
Llego a la taquilla y freno deslizando los pies. La abro a toda prisa, saco el material, que es básicamente un delantal manchado por todas las clases de Arte que he tenido desde que estaba en primero y unos cuantos pinceles. Vuelvo a cerrar la taquilla todo lo rápido que puedo. Seguro que estoy batiendo un récord Guinness y no va a haber nadie para ser testigo y aportar pruebas. Puta mierda.
Vuelvo a correr. Todavía tengo que llegar a la otra ala del edificio. Este instituto es demasiado grande, demasiado.
Y aun así, aquí aparece ella de pronto. Va corriendo, como yo, con los libros en los brazos y cara de esfuerzo. Por suerte hoy lleva pantalones, porque lo que le faltaba es llevar una de sus típicas faldas.
Pasa por mi lado, las dos a toda velocidad. Oigo su respiración agitada un instante, y justo después, un golpe, seguido de otros cuantos. Por un momento creo que ha sido por mi mochila, pero cuando me giro para comprobarlo, la veo agachándose para recoger sus libros. Frente a ella hay un chico de pelo castaño, que lleva una sudadera arremangada que permite ver varias pulseras en sus brazos. Se agacha al mismo tiempo que ella mientras se disculpa.
Manda huevos que corriendo nosotras dos, y pasando la una tan pegada a la otra, se hayan tenido que chocar con ese mozo.
Durante un momento estoy a punto de echar a correr de nuevo, pero un rayo de luz me ilumina, una idea magnífica aparece en mi mente: puedo ayudarla. Puedo mostrarle que soy muy maja, buena gente, sonreír un poco y, así, al menos se quedará con mi cara, y me recordará como "esa chica de último curso tan simpática que me ayudó en mis momentos más oscuros".
Bueno, puede que no sean sus momentos más oscuros, pero dramatizar las cosas le da más intensidad a mi vida. Es más divertido verlo así.
Para cuando me quiero dar cuenta, sólo queda un libro en el suelo, y el chico se está acercando a recogerlo, así que me lanzo. Prácticamente me tiro sobre el tomo como si fuera una granada a punto de explotar y quisiera proteger a mis compañeros. Lo agarro, sonrío victoriosa, y me encuentro los orbes azules del chaval mirándome como si fuera una rarita.
Le comprendo, sí. Mucho. Me pongo esa misma cara en el espejo. Me dan ganas de decírselo, pero no hay tiempo.
Me giro hacia la chica, que está preciosa incluso con el pelo revuelto y respirando por la boca, le dedico una sonrisa, y le digo las primeras palabras, esas ansiadas primeras palabras con las que tanto he soñado:
-Toma, tu libro.
Ella sonríe con amabilidad, mostrando unos dientes descolocados que, lejos de parecerme feos, consiguen que me encante todavía más.
-En realidad es de él - responde.
Un sudor frío recorre mi espalda mientras me giro con la sonrisa aún en la car, aunque sé que ya no es tan bonita como pretendía que fuera. Se me ha quedado dibujada, simplemente. Qué patético.
-Entonces toma, tu libro - le digo.
-Gracias... - responde él, cogiéndolo casi con recelo, todavía mirándome como antes.
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Torpes con estrella
Jugendliteratur"Tricia, te gusta", me dije el otro día mirándome al espejo, llenando mi propia boca del terrible nombre que eligieron mis padres para mí. "Te gusta, admítelo. No pasa nada". Pero sí que pasa, sí. Yo desde siempre he sido gilipollas. De pequeña me d...