Son las diez menos cuarto cuando llego a Lemmini. Está abierto, aunque no han subido la persiana del todo. Entro. No hay rastro de Tae, pero Seokjin está sentado delante de una de las mesas redondas que hay repartidas por la estancia. Alza la mirada con lentitud y sus ojos permanecen fijos en los míos durante más tiempo de lo que cualquier persona cuerda consideraría normal o apropiado.
—Buenos días —susurro.
Nunca hemos estado a solas. No sé cómo comportarme. Me quito el abrigo y lo cuelgo en la percha que hay tras la puerta. Sigue mirándome. De hecho, ¿por qué no deja de hacerlo? Está poniendo a prueba todo mi autocontrol, es eso.
—¿No piensas contestar? —pregunto acercándome a la mesa. Arrastro una silla hacia atrás y me siento frente a él—. ¿Nadie te ha dicho que es de mala educación negar un saludo?
—Quedaste con Tae a las diez, no a las diez menos cuarto —me recuerda con sequedad.
—Oh, usted perdone, rey de las nieves, dueño de Invernalia. No sé cómo he osado aparecer con un poco de antelación. Propongo que me castiguen con cinco latigazos y un día entero sin comer.
Seokjin frunce el ceño como si acabase de hablarle en sánscrito, se pone en pie y se va tras la barra. Coge la carpeta donde guardan los papeles y las cuentas relacionadas con el negocio, la abre y empieza a leer en silencio, con un codo apoyado sobre la madera. Nunca me habían ignorado tan deliberadamente. Me levanto y me acerco a él; no me importa parecer un acosador, necesito respuestas.
—¿Por qué me odias?
—Yo no te odio —masculla sin levantar la vista de los papeles.
—Vamos, dame una razón. A estas alturas de mi vida te aseguro que puedo soportar cualquier cosa. Y si es por algo que pueda hacerme daño... —tanteo—, da igual, soy de los que piensan que es mejor arrancar la costra de una herida de cuajo a estar dándole toquecitos con la punta de la uña todo el puñetero día.
El marrón de sus ojos se ensombrece. Al menos he conseguido llamar su atención, algo es algo. Me estudia durante unos instantes.
—Jungkook, no tengo nada en contra de ti. —Es la primera vez que pronuncia mi nombre y lo hace con suavidad, como si la palabra resbalara por sus labios—. Lo que ves es lo que hay, sin más.
—Pues qué poco interesante.
—No te quito razón.
—¿Estás de mal humor por un problema concreto o se trata de algo permanente?
—Permanente.
Vuelve a centrar la mirada en los papeles y anota algo con un bolígrafo. Rodeo la barra en silencio hasta llegar a su lado. Seokjin se muestra confuso ante mi proximidad.
—¿Qué mierda haces? —gruñe.
—Nada, solo quería saber qué escribías, pero son cosas matemáticas de esas; no se me dan muy bien los números. Ni las letras. Aunque ayer leí.
—Leíste... —me mira perplejo.
—Una novela. Bueno, una entera no, pero sí un montón de páginas, como noventa o así, al menos, todas del tirón. —Vuelvo sobre mis pasos y me siento en un taburete frente a él, al otro lado de la barra—. Iba sobre una chica llamada Penélope que necesita encontrar un marido que tenga tierras y dinero para poder saldar la deuda de su familia. Resulta que sus padres murieron en un accidente hace años y ella tuvo que hacerse cargo de sus hermanos pequeños, pero uno de ellos, Daniel Williams, se emborrachó en un club y apostó en una partida de cartas buena parte de sus posesiones. Todo es bastante dramático, la verdad. Aunque está cantado que Penélope se quedará con el Duque, Colin Lowell.