Corremos por la orilla. Lo hacemos juntos. Corremos sin parar. Caos es más feliz que nunca cuando llega el momento de trotar; se adelanta unos metros mientras me esfuerzo por seguirle el ritmo. Me espera; se entretiene olisqueando entre la hojarasca que recubre la hierba del suelo.
Huele a humedad, a escarcha y bosque.
Respiro hondo haciendo un último esfuerzo. Un poco más. Solo un poco más.
Caos ladra cuando finalmente me rindo y paro de correr. Apoyo las manos en las rodillas e intento coger aire al tiempo que él da vueltas a mi alrededor, claramente insatisfecho con la duración del paseo; daría igual cuánto corriese, siempre le parecería poco. Me siento en el suelo (o más bien, me dejo caer). Caos se acomoda a mi derecha y, sin pensar en lo que estoy haciendo, me inclino y lo abrazo. Me recuesto en su lomo, todavía respirando agitado; es suave y desprende calor. Es confortable.
Me gustaría quedarme aquí para siempre, sin pensar en nada, mirando el infinito que se extiende a lo lejos. Las montañas parecen conducir a las nubes; el agua se mantiene en calma. Las cosas que no se pueden ver, pero aparentan tranquilidad, me dan miedo.
¿Y si en el fondo están llenas de peligro? Quizá no puede distinguirse porque es turbio, pero eso es todavía peor. Si vas a tener que enfrentarte a algo, qué menos que saber de antemano de qué se trata, cuáles son tus opciones.
Ojalá hubiese tenido opciones con Yugyeom. Pero simplemente me dejé llevar.
Caos presiona entre mis brazos con el hocico para que le deje apoyarse sobre las piernas cruzadas. Me quedo así un rato más, pensativo, mientras arranco pequeñas briznas de hierba cubiertas de escarcha. Sé que son inocentes —las hierbas—, pero ahora mismo necesito matar algo. Cualquier cosa. El perro observa todos y cada uno de mis movimientos hasta que decido que ha llegado el momento de dejar de exterminar la vida que se alza a mi alrededor y volver a casa. Ya está oscureciendo; cualquier otro día a esta hora estaría preparándome para llegar puntual al Lemmini, pero es lunes, así que no trabajo.
Lo que significa que no veré a Tae. Ni a Seokjin. Seokjin...
Todavía no sé qué pensar de él, es demasiado contradictorio; justo el tipo de persona a la que jamás me acercaría, si no fuese porque, claro, trabajo para él y, además, resulta intrigante. Seokjin es como algo muy brillante y muy misterioso que te dicen que no puedes tocar. Y entonces, quieres tocarlo. Lógico. Al menos, eso es lo que he hecho durante toda mi vida, sentirme atraído por lo que debería haber despertado mi rechazo, querer lo que no podía tener, meterme en líos, elegir los caminos más pedregosos...
—A ti te cayó bien, ¿verdad? —digo en voz alta, mirando a Caos—. Le lamiste la mano.
El perro me mira y saca la lengua. «Ajá. Claro. Lo he entendido todo a la perfección, colega». No, ahora en serio, ojalá Caos pudiese hablar, así no me sentiría tan solo, tan perdido. Jamás pensé que echaría tanto de menos a mi familia. Después de todas las cosas horribles por las que les he hecho pasar, me doy cuenta de que no se merecían algo así. Pobre mamá. Pobre Hyuk. Y Sunnie...
Aparto esa idea de mi mente y asciendo lentamente por el camino que conduce a casa de Namjoon. Siento las piernas cansadas y el gemelo derecho dolorido y tenso tras la carrera. Lo veo cerrando la puerta de la camioneta roja que suele usar para transportar leña casi todas las mañanas. Se sacude las virutas de madera al tiempo que se acerca con su habitual semblante serio.
—Vas a tener que comprarte ropa más adecuada para cuando llegue el frío; todavía no te haces una idea de lo duros que son aquí los inviernos.
—Podré soportarlo.
—Ya veremos... —murmura—. Entra, prepararé algo caliente.
—Tengo que ir antes a cambiarme. ¿Puedes hacerte cargo de Caos para que no me siga? No consigo que me haga caso. Bueno, tampoco puede decirse que lo haya intentado con mucho empeño, pero...