1: ¿DE QUÉ HUYES TÚ JUNGKOOK?

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Podría haber elegido cualquier otro lugar. Pero estoy aquí, en este rincón inhóspito. El vaho escapa de mis labios y forma retorcidas siluetas en el aire. No sé adónde ir, así que permanezco un minuto paralizado en medio de la solitaria calle de este pueblo perdido. La chaqueta negra que llevo abrochada hasta arriba no tiene nada que hacer contra el frío que cala en los huesos. Me estremezco. Y luego miro el móvil por sexta vez consecutiva para comprobar que sigo sin cobertura; lo más probable es que no vuelva a tener en mucho tiempo. Este sitio no guarda ninguna similitud con el póster que, cuando era pequeño, colgué frente a mi cama con chinchetas. La imagen mostraba un lago inmenso, cristalino, bajo montañas de picos helados y un prado verde jade donde un oso miraba a la cámara. Debajo, con letras curvas y elegantes, ponía: "Pyeongchang". No veo nada de todo eso. No veo laderas infinitas ni animales jugueteando entre la hierba, aunque sí distingo la silueta de las montañas. Creo. Está todo tan oscuro que cuesta saberlo con exactitud.

He gastado casi todos mis ahorros en un billete de avión, otro de tren y el taxi que me ha traído hasta aquí, y resulta que Daegwallyeong ni siquiera es más grande que el barrio donde vivía en Busán y lo único que sé de este lugar es que se ubica dentro del área de Pyeongchang. Casi todas las casas del pueblo son de madera, rojas o azules, y parecen sacadas de una postal de los años sesenta, con tejados a dos aguas y chimeneas que escupen humo.

Todo está tranquilo...

No estoy acostumbrado a la tranquilidad.

Necesito un cigarrillo. Es una pena que prometiese que no volvería a fumar. Los nervios me ayudan a salir de esta especie de bloqueo y me tiembla la mano cuando rebusco en el bolsillo de mis vaqueros hasta dar con el papelito donde he apuntado la dichosa dirección... Veamos, «letrero de madera en la entrada, derecha, recto casi un kilómetro hacia el lago, número 19». Eso es todo lo que he conseguido anotar mientras el dueño del alquiler de la casa me gritaba por teléfono y yo intentaba no perder el hilo de lo que decía. Era un tipo bastante desagradable, pero supongo que un precio bajo no suele ir acompañado de cortesía y sonrisas. Tampoco es que me molestase en buscar mucho más; fue la tercera casa a la que llamé en esa web de anuncios de alquileres.

Conseguí organizar el viaje en un tiempo récord durante los tres días que pasé escondido y lloriqueando como un mocoso en un hostal de mala muerte.

Decido que ha llegado la hora de ponerme en marcha y me interno en el camino que indican mis garabatos. Se aleja del pueblo. Es un sendero sin asfaltar, de arenilla, que debido a la humedad está algo embarrado, así que me cuesta arrastrar las dos maletas que llevo conmigo. Los árboles, altísimos y frondosos, se alzan a ambos lados y el viento silba entre sus ramas retorcidas. Ya llevo andando un par de minutos cuando advierto que la oscuridad a mi alrededor es brutal y que las pocas luces de Daegwallyeong han quedado atrás, tan difuminadas que es casi imposible adivinar a qué distancia están.

¿Por qué tuve que alquilar una casa a las afueras...?

El traqueteo de las maletas solo consigue inquietarme más. Escucho también el ulular de algunas aves cerca. Nervioso, me humedezco los labios. De pronto soy muy consciente, dolorosamente consciente, de que nadie sabe dónde estoy, así que podría morir aquí mismo, ahora, comido por un animal salvaje, y nadie vendría a rescatarme. Lo más probable es que mi familia ni siquiera me echase de menos hasta varias semanas más tarde y lo peor de todo es que puedo entender esa indiferencia; de hecho, me sorprende que no me odien. Eso sería más fácil, como partirse un hueso de un solo golpe en vez de ir astillándolo poco a poco en trocitos pequeños...

Los recuerdos agridulces quedan relegados a un lado en cuanto escucho una especie de aullido espeluznante. Se me eriza la piel. Distingo pisadas aceleradas, como si alguien se aproximase a la desesperada. Saboreo el miedo ascendiendo por la garganta. No veo nada, todo está oscuro. Apenas pienso en lo que hago cuando suelto las maletas, doy media vuelta y salgo corriendo. Por suerte, es lo único que sé hacer, lo único que se me da bien: correr. Sin embargo, esta vez parece que no soy lo suficientemente rápido. Grito. No sé qué está pasando, pero percibo el peligro casi rozándome la espalda, muy cerca. Cuando intento impulsarme más deprisa, tropiezo y me tambaleo.

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