Querido diario,
Ayer tuvimos una fuerte discusión.
Nunca había visto a Ja-Cheol así, hablando con tanta frialdad y desdén. No parecía el mismo. Se muestra siempre tan tranquilo, tan sereno, que era como si estuviese saliendo a relucir una parte muy oscura que nunca me había permitido ver. Y no me gusta que exista. No me gusta. Quiero al chico que sonríe y que siempre encuentra esa palabra que me levanta el ánimo, el chico que me mira fijamente cuando piensa que no le veo.
Le pedí explicaciones por lo de su familia y eso pareció molestarle. Acababa de recogerme para ir a merendar y, ya en el coche, empezó a comentar que la cena con mi madre la noche anterior había ido genial. Yo le corté antes de que girase la llave del contacto y le pregunté por qué nunca me había comentado que sus padres eran poco menos que los dueños de media Pyeongchang.
«¿Qué importa eso?», contestó.
«No sé, creo que si vamos a tener un futuro juntos y en común, lo normal es que lo sepamos todo el uno del otro».
«Pues ahora ya lo sabes».
«Ja-Cheol, no. Tendrías que habérmelo dicho antes».
«¿Por qué?», su ceño empezó a fruncirse.
«¡Porque es tu familia, demonios! ¿Cómo puede importarte tan poco?
¡No me lo creo, no es posible que ignores que existen de esta manera!».
Ja-Cheol se humedeció los labios y su mirada adquirió un tono sombrío.
«Para mí están muertos. Todos», sentenció. «Siento no ser siempre moldeable a tu gusto, Hoseok, pero no cederé en esto. Tuve que vivir en esa maldita casa hasta que cumplí los dieciocho y me marché el mismo día de mi cumpleaños, sin nada. Tú no sabes cómo son. Tenemos formas diferentes de pensar; sé que para ti la sangre condiciona cualquier cosa, pero para mí no. Esa es mi filosofía de vida y no pienso cambiarla, ni siquiera por ti...», se mordió la lengua. «Hoseok, te quiero, pero necesito que confíes en mí, que entiendas que si tardo más en hablar algo contigo no es por ti, es porque a veces yo no estoy preparado».
Me quedé mirándolo en silencio unos segundos.
«¿Cómo son?», insistí, ignorando sus palabras.
Ja-Cheol suspiró hondo y apoyó la cabeza en el respaldo del vehículo. Parecía agobiado y sin ganas de hablar, pero, demonios, ¡yo también tengo derecho a saber sobre su vida! Él lo sabe todo de mí. Todo.
«Son malas personas. Tratan a los trabajadores del servicio como si fuesen escoria y prefieren quemar el dinero en la chimenea antes que dárselo a alguien que lo necesite. Literalmente. Mi padre se dedicaba a darle golpes a mi madre cada vez que estaba furioso por cualquier tontería, y ella aceptaba ese trato a cambio de poder comprarse joyas, ropa y otras cosas inútiles. Cada vez que le pedía que se divorciase y nos marchásemos lejos, me miraba como si fuese un crío estúpido; nunca he conocido a nadie que adorase tanto el dinero y el lujo como ella. Tiempo después, mi hermano mayor se casó y fue como si la historia se repitiese, pues trataba a su mujer, como a un trozo de mierda y ella lo permitía. Intenté ayudarla e incluso le conté mis planes de fuga, pero supongo que no le tentó la idea de renunciar a la riqueza de la familia y tener que empezar a trabajar con sus propias manos», Ja-Cheol cogió aire de golpe. «Y esa es la historia de mi vida, Hoseok, ahora ya lo sabes. Pero esto no cambia nada, no cambia lo que soy ni todo lo que conoces de mí. Lo que ves en este instante es la única realidad, todo lo demás forma parte del pasado».
Tragué saliva e intenté asimilar sus palabras.
«Siento que tuvieras que pasar por todo eso».
«No lo sientas, ya es historia».
Metió la llave en el contacto, pero cerré mi mano en torno a la suya antes de que pudiese girarla y arrancar el coche.
«De verdad que si en algún momento necesitas desahogarte o hablar con alguien del tema, sabes que estoy aquí».
Me miró y ahí fue cuando vi ese tono más sombrío en sus ojos.
«No te preocupes. Ya te lo he dicho, para mí están muertos», concluyó.
Hoseok.