Alguien caminaba plácidamente y sin premura en una tarde de verano, recorriendo los senderos de un magnífico sitio. Una fresca brisa mecía las ramas de frondosos árboles. De repente, escuchó, no muy lejos, unas risas traviesas, risitas de inocencia pura, de las que solo emanan de los niños cuando la simplicidad les dibuja mundos de fantasía.
Aceleró el paso, deseando descubrir de qué criaturas felices provenía tanta alegría. No tardó en ver a dos niños jugando en un arenal, con las cabezas cubiertas de arena y sus ropas hechas un barro. Alguien se quedó parado a la distancia, sin querer distraer a los encantos juguetones.
Mientras sonreía al ver las travesuras de los niños con sus palas y baldes, observó llegar a alguien más y sentarse en una banca, de esas de parque. Su pelo ya mostraba señales de haber vivido varios otoños; su cara dibujaba líneas majestuosas, de las que no dejan lugar a la duda de ostentar historias a raudales.
Alguien observaba en un solo cuadro aquel contraste; las criaturas no sabían pronunciar más de unas cuantas palabras, mientras el anciano, en su silencio, parecía un libro andante. Sonrisas, algarabía y alegrías de los niños; el silencio del anciano en contraparte.
El anciano giró su cabeza con pausa, miró de forma atenta y, como si supiera lo que Alguien pensaba, le brindó una expresión caprichosa y amable. Alguien respondió asintiendo con una pequeña sonrisa y, con la mano, indicó permiso para acercarse. El anciano, sin prisa, palmeó suavemente la banca, invitándolo a sentarse a su lado.
—No recuerdo muy bien esos primeros años; desde entonces ya muchos más han pasado. Por eso vengo a observarlos; sus juegos y sus risas me hacen viajar al pasado, me hacen imaginar que así pudieron ser aquellos inaugurales años —inició el anciano con una mezcla de añoranza y olvido.
—Ahora que lo menciona... yo tampoco recuerdo esos primeros años; es curioso que no podamos recordarlo —respondió Alguien, con tono nostálgico.
—Creo que esos recuerdos los borramos; por alguna razón eso fue lo que nos enseñaron. Quizás recordar esa inocencia no nos permitiría dar el siguiente paso. Fíjese en la curiosidad e inocencia de esas dos criaturas. Sus pasos aún son descuidados; hace apenas unos meses sus primeras palabras asomaron. Lo que menos les preocupa es lo que a su alrededor está pasando, no entienden, ni les importa, la gravedad de estar con arena en sus zapatos —expuso el anciano sin dejar de mirar a los niños.
—Tiene usted razón, para ellos el mundo puede estar girando o detenido, la lluvia o el viento pueden ser solo un algo para seguir jugando. No me queda claro en qué momento nos complicamos.
—Joven, no se quede usted con esa idea rondando, no caiga en la trampa en que yo me hundí por tantos años. Verá usted, la inocencia no es solo no saber si el mundo gira o si la lluvia cae; eso es conocimiento y... es necesario. La inocencia también es dejarse sorprender, sonreír ante la ingenuidad de esos niños sin buscar la lógica y sin juzgar. De cierta manera, es jugar a ser curiosos y dejarse sorprender por el encanto.
Alguien se quedó allí sentado con el anciano, en silencio, mostrando respeto y admiración. Observaba a los niños, imaginando su propia curiosidad e inocencia de aquellos primeros años olvidados.
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Con todo mi corazón, dedico este capítulo a mi sobrina Juanita. Con sus 3 añitos, jugaba a mi alrededor e inspiraba cada momento, mientras yo escribía.
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Analizando Ando
Spiritual¿Alguna vez te has preguntado cómo juzgas tus pensamientos y los de los demás, y con qué criterio lo haces? A veces, somos más duros con nosotros mismos que con los demás. Otras veces, somos más duros con los demás que con nosotros mismos. Es un jue...