Capítulo veintidós

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—Levanta más el biberón, Weasley, o tu hija va a tragar aire hasta hincharse como un globo y, la verdad, querría poder dormir esta noche, gracias. —Al escuchar a Malfoy, que tenía a su propio hijo en brazos y paseaba compulsivamente por el estrecho espacio entre las camas de la habitación, Harry soltó una carcajada ahogada.

—Si no te callas, Malfoy, no habrá manera de que tu hijo deje de llorar y así no hay quien se concentre —respondió Ron, incisivo e indiferente a la reacción de Harry, apretando los dientes.

No obstante, hizo caso del consejo de Malfoy y levantó un poco más el biberón para facilitar que el bebé pudiese tragar mejor. A su lado, en la cama, Hermione los observaba con una media sonrisa, inmune a las zancadas de Malfoy y al lloro titubeante y agotado del pequeño Scorpius.

La casualidad había querido que, al día siguiente de nacer Rose Granger-Weasley, Scorpius recibiese el alta de la incubadora mágica y acabase destinado en la misma habitación que los amigos de Harry. Y, si bien al principio ninguno de los cuatro se había mostrado conforme al ver que les tocaba compartir habitación y con quién, se habían resignado con rapidez por el bien del descanso de sus bebés y de las madres.

Aunque, a juzgar por el sutil cambio que se había producido en apenas día y medio, Harry ya no estaba tan seguro de que Ron y Malfoy estuviesen resignados. Las pullas viajaban constantemente de un lado al otro de la habitación y, aunque Malfoy las recibía con una ceja enarcada y los labios en un mohín escéptico, Ron resoplaba y ponía los ojos en blanco, más divertido que exasperado.

Para Harry tampoco estaba siendo cómodo. Greengrass todavía estaba recuperándose de la intervención y no se movía de la cama, pero lo saludaba amablemente cuando llegaba a visitar a su sobrina y amigos y, en una de las ocasiones que pudo tomar a la niña en brazos, la sorprendió mirándolo con dulzura. No sabía cómo comportarse con ella, incluso ahora que no tenía nada con su marido. Era obvio que ella sí lo sabía, que Malfoy no había mentido en esa parte, pues había algo en su forma de observarlo, con cierta comprensión y de forma similar a las miradas que le dirigía Hermione, que lo daba a entender. Tampoco habían llegado a entablar una conversación completa, no como tal, pero después de que Malfoy rompiese su habitual arrogancia en su primera visita para preguntarle, preocupado, qué hechizo protector había utilizado para que James no se arañase con sus diminutas uñas, sí habían intercambiado algunas palabras corteses.

Fue aquella misma pregunta de Malfoy la que rompió el hielo de Ron. Ya fuese porque la clara ausencia de hostilidad entre ellos dos había contribuido o porque su amigo era capaz de empatizar con alguien que acababa de pasar el mismo proceso que él y por la preocupación paterna que mostraba, Ron había alardeado de su escasa experiencia cuidando a su sobrina Victoire en La Madriguera como ventaja y, a partir de ese momento, ambos habían intercambiado consejos y dudas disfrazados de reticentes comentarios. Sin embargo, no fue hasta varias semanas después que Harry se dio cuenta de hasta qué punto su animadversión hacia Malfoy se había aplacado tras el puñado de noches de insomnio y miedos compartidos.

No volvió a verlo hasta varias semanas después. Una mañana, Harry había aprovechado que tenía a James y a Teddy consigo para proponer a Ron y Hermione un paseo con Rose por el Callejón Diagon y una visita a George. Estos habían accedido encantados. Se encontraron con Malfoy y su familia justo cuando Harry trataba de mediar entre James y Teddy, empeñados en empujar y dirigir cada uno de ellos el carrito de su prima, y explicarles que el bebé estaba dormido y necesitaba descansar. Cuando Hermione intervino, sugiriendo que cada uno podía sujetar una de las barras del carrito y ayudarla a llevarlo, Malfoy dobló la esquina.

Iba guapísimo. Había adelgazado un poco desde la última vez que se vieron en el hospital, justo antes del alta de Hermione y Rose, pero su piel tenía un aspecto saludable y, aunque acentuaba el filo de sus rasgos en la nariz, pómulos y barbilla, también le daba un aspecto más maduro. Lo seguía Greengrass, que dirigía con la varita una pequeña cunita mágica donde viajaba el pequeño Scorpius e iba con un vestido que combinaba con el color de la casaca y los accesorios de Malfoy. Eran la estampa de una familia perfecta, pero la mirada acerada de Malfoy lo capturó desde el primer instante en que se cruzaron.

Grulla de papel [Drarry]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora