3. La última carta

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La última carta.

Decía mi madre que ningún hombre merecía mis lágrimas si no era mi hermano o mi padre, después de haberme visto con los ojos hinchados, bolsas y ojeras en mi rostro, con los lagrimales rotos, llorando tantas veces por unos ojos que no hubieran hecho lo mismo por mi o que ni siquiera, cuidaban su tacto y no tenían el más mínimo interés en cuidar lo que yo sentía.

Mi madre ha sido mi compañía más fuerte, ha sido un pilar en terrenos inestables; un ancla en medio del océano, mi única brújula, mi único compás. Me dijo una vez que debía escribirle un último poema, una última carta... y con ella, calcinar mis sentimientos.

Entonces le dije que no lo quería ver más, que yo era un girasol en un jardín de cactus, y que mi belleza era proporcional a mi vulnerabilidad, la fragilidad de mis pétalos también eran ese simbolismo sublime de fortaleza interna,  ¿Y las espinas? Las espinas eran mi alter ego, eran esos métodos que mi madre me había enseñado para cuidarme de quienes se atrevieran a marchitarme.

Al poco tiempo, ví sus fotos con otra, pero no encontraba en sus ojos el brillo intenso que destilaban al verme; estaba vacío, y sus promesas también lo eran. Entonces me puse a llorar como una niña pequeña en el regazo de mi madre y ella se limitó a decirme que «Rey muerto, rey puesto», y me explicó que no importaba que tan increíbles o especiales fuéramos, porque de igual forma, los ojos humanos no podían ver eso y tampoco lo necesitaba.

Mi mamá fue el espejo que yo necesitaba para darme cuenta de que no me hacía falta cariño, ni tan siquiera desvivirme por el recuerdo de lo que creí que había sido amor, ensimismado a qué yo encontrara en mi interior el cerillo que encendiera todas mis llamas y me hiciera refulgente e inmarcesible, tenía que encontrar un cofre de paz en mi pecho para no dejarme ir.

Opté por trabajar en mí, por dejar de buscar culpables y esperar que los demás repararan lo que dañaron antes de irse, decidí hablarme al espejo, como si fuera otra persona.

Me escribí una nota fugaz con un destinatario permanente para decirme a mí misma todo lo que hasta ahora había sentido, las noches que he llorado, y las tardes en las que he reído; cuanto me he despreciado, las ocasiones en las que me culpé y me hice lamentarme por cosas que nunca estuvieron en mis manos y que no era la responsable de solucionar, también por las veces en las que he tomado en poco mi valor en lugar de colocarme en un pedestal, y así mismo, aquellas en las que me sentí orgullosa de mí.

Me he salido de mis cabales, he sentido mi propia sangre recorrer mis venas y quemarme así la piel, he sentido un hueco vacío golpeándome con fuerza el pecho, queriendo salir de ahí; como si supiera que es demasiado grande para mí cuerpo, como si supiera que esta forma tan desmedida de sentir fuera inhumana y hasta divina, escondiera un secreto y este fuese que las bestias amaran otras fieras sin nombre, condenadas a rumbos distintos y muertes más dolorosas.

He reprimido tantas veces los lamentos de mi alma para no desfallecer ante mi espíritu y evitar que decaiga mi semblante por mi nefasta imprudencia, soy consciente que debo amarme por encima de todo aquello y que a veces he fallado, he roto el único corazón que me pertenece realmente y que me acompañará hasta el día de mi muerte; he despilfarrado mi tiempo y energía en espacios inhóspitos por no querer vagar sin rumbo, sabiendo que el rumbo mío es en mi camino propio, que solo tengo una dirección, que debo seguir mi Dharma. He metido tantas veces mi amor propio a la nevera para sentir empatía por cucarachas que solo dañaban lo que yo era, lo que tenía para dar, lo que tenía para crecer y creer en mí misma.

Es hasta terapéutico pensar en esto, recordar los consejos de mi madre y meditar en todo lo que había pasado, siento que cada vez me hago más consciente del daño que me he hecho a mi misma y lo mucho que he contaminado mi existencia con compañías nefastas, las veces en las que he enaltecido estatuas sin poder y me he creado amuletos de cartón mojado a la merced social.

Pero, reconozco que no todo ha sido tan malo, porque me vi hacer realidad fantasías que soñabas de pequeña y que aunque sabía que me iba a esforzar, aún así lo veía muy a lo lejos. Me subestimé, tantas veces me creí incapaz de salir del lodo y no siendo suficiente eso, me volví a aventar al pantano una vez que me vi limpiarme la piel.

Desde el agua salada. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora